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Allí viene un cuerpo enjuto, una cara que no deja ver sino un bigote rubio, una perilla y un par de anteojos... Es un hombre que ha hecho soñar a todas las mujeres americanas con unas cuantas cuartetas vibrantes como la queja de Safo... es Rafael Pombo, y Camacho Roldán y Zapata, Manuel A. Caro y Silva, Carrasquilla y Marroquín, Salgar y Trujillo, Esguerra y Escobar... todo cuanto la ciudad encierra de ilustraciones en la política, las letras y las armas.

Y atento y obsequioso, corrió a estrechar la mano de la Victoria Colonna del siglo XIX, una jamona muy madura, de metro y medio de largo y doce arrobas de peso, vestida de Safo, con corona de mirtos en la cabeza, lira de latón dorado en la mano, y en la chata nariz ¡Manes de Phaon, estaos quedos! ¡gafas de oro!...

De cuantos autores han escrito sobre el amor, sólo a Safo rechaza; de cuantas tierras han sido teatro de aventuras eróticas, sólo muestra horror a Lesbos; de cuantas ciudades fueron en el mundo aniquiladas, sólo le parece justa la destrucción de Sodoma; y es tal y tan ferviente su adoración a la mujer, que, atraído por todas con igual intensidad, aun ignora cuál sea su tipo favorito, si el de la bacante desnuda, voluptuosa y medio ebria, que convirtió en lechos de placer los montones de heno recién segado, o el de la virgen cristiana que entregaba el cuerpo a la voracidad de las bestias antes que acceder a sentirlo profanado por caricias de paganos.

Tales fueron, durante algún tiempo, sus pensamientos. La maledicencia y la calumnia se cebaron en ella. Quién dijo que no era buena, sino pecadora a escondidas; quién que por avariciosa se hacía deseable, para venderse cara; quién, llegando hasta el colmo de la infamia, afirmó que Safo había retoñado en ella: lo cierto fue que nadie pudo probar acusación alguna.

En esta ocasión fue cuando el coronel Roberto descubrió en la poesía de la señora Galba una semejanza con el genio de Safo y la señaló a los ciudadanos de Fiddletown en una crítica de dos columnas firmada «A. S.», que se publicó también en El Alud, apoyada en extensas citas de los clásicos.

Un extraño rumor que comenzaba a circular por los salones vino a detenerle al borde del abismo, más profundo que el agitado mar, sepulcro de la Safo auténtica, al pie de la roca de Léucades. Susurrábase que allá, en un apartado gabinete, había surgido un lance de honor entre dos personajes de mucha cuenta.

En vano iba de un lado a otro la marquesa de Butrón, intentando, con su fino tacto y sus delicadas maneras, ahogar en germen aquellos puntillos mujeriles, aquellas vanidades alborotadas que amenazaban dar al traste con la suspirada fusión a duras penas obtenida en el baile de Currita; tan sólo pudo conseguir su ímprobo trabajo colocar a la duquesa de Astorga, mujer bondadosísima, al lado de la excelentísima señora doña Paulina Gómez de Rebollar de González de Hermosilla, cuya colosal figura se destacaba sobre un asiento muy alto, aislada entre tirios y troyanos, silenciosa y pensativa, cual Safo meditando su suicidio en lo alto de la peña de Léucades.

En efecto, El Noticiero de la semana siguiente contenía unos versos muy libres, en contestación al poema de la moderna Safo, que se atribuían a la mujer de un jefe piel-roja, seguido de un brillante elogio firmado «A. S. S.»

Vendía la sidra á los taberneros de la Pola y Langreo y vendía también los sobrantes de la huerta. Hasta tenía tiempo y humor para cultivar un número crecido de flores que eran el asombro y regocijo de las doncellas de Villoria. Al poner el pie en la plazoleta que había delante de la casa, dos perros salieron furiosos ladrando. ¡Quieto, Faón! ¡quieto, Safo! gritó el capitán.

Buscaba un Pilades; toda amante le parecía una Safo, y estaba seguro de encontrar una Lucrecia el día que la necesitase. Desengañarle era una crueldad. ¿Por qué no había de ser feliz mi primo unos días como lo hemos sido todos? Pero además hubiera sido imposible. Limiteme, pues, a tomar sobre el cuidado de introducirlo en el mundo, dejando a los demás el desengañarle de él.