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Y entonces don Álvaro, gozoso, entusiasmado, quiso deslumbrar a su auditorio con el contraste de aventuras románticas, en que él aparecía como un caballero de la Tabla Redonda. Y a todo esto don Pompeyo Guimarán olvidaba su exordio, interesado a su pesar en las aventuras eróticas del frívolo Presidente del Casino.

¿Cómo anda el cuarto del príncipe? Don Baltasar de Zúñiga no perdona medio de captarse la voluntad de su alteza; como que dicen que hace versos con él. Y aun poesías eróticas... No comprendo bien, señor. Composiciones amorosas. No; no, señor; eso se queda para el duque de... Montiño se detuvo afectando la confusión de quien ha pronunciado una palabra inconveniente y peligrosa.

Y en tanto el ex-regente, a quien aquellas sombras del salón y aquella discreta luz del farol de enfrente y del cuarto de luna parecían muy a propósito para confesar sus picardías eróticas, continuaba el relato, para decir de cuando en cuando, a manera de estribillo: ¡Pero qué fatalidad! ¿Cree usted que por fin la hice mía? ¡pues, no señor! pásmese usted.... Lo de siempre, me faltó la constancia, la decisión, el entusiasmo... y me quedé a media miel, amigo mío.

Cristóbal de Mesa, Rimas: 1611, fols. 187 y 216. Artieda, Discursos y epigramas, fol. 87. Villegas, Eróticas, epíst. 7.ª Figueroa, El pasajero: Madrid, 1607, fols. 103 y 108.

En otro tiempo, cuando esto acaecía, solía ver cruzar por el bosque á Diana cazadora con su cortejo de ninfas medio desnudas y tendía hacia ellas sus brazos anhelantes. Ya hacía años que habían cesado estas imaginaciones eróticas. Ahora en tales ocasiones ya no veía ninfas, sino ánforas llenas hasta el cuello del chispeante vino de Chipre ó de Rodas.

De cuantos autores han escrito sobre el amor, sólo a Safo rechaza; de cuantas tierras han sido teatro de aventuras eróticas, sólo muestra horror a Lesbos; de cuantas ciudades fueron en el mundo aniquiladas, sólo le parece justa la destrucción de Sodoma; y es tal y tan ferviente su adoración a la mujer, que, atraído por todas con igual intensidad, aun ignora cuál sea su tipo favorito, si el de la bacante desnuda, voluptuosa y medio ebria, que convirtió en lechos de placer los montones de heno recién segado, o el de la virgen cristiana que entregaba el cuerpo a la voracidad de las bestias antes que acceder a sentirlo profanado por caricias de paganos.

En estas breves interrupciones, doña Rufina demostraba un gran conocimiento del mundo y un pesimismo de buen tono respecto de la virtud. Para ella no había más pecado mortal que la hipocresía; y llamaba hipócritas a todos los que no dejaban traslucir aficiones eróticas que podían no tener. Pero esto no lo admitía ella.

Aquella casa es de locos; manda en ella el Delirio, y la ocupan las diversas locuras; Lucifer, con un tambor de niños, llama á la Guerra contra el Cielo; el Mundo Infantil cabalga en un caballo de juguete; la Curiosidad bebe copiosamente en una mesa; la Carne toca una guitarra, y entona canciones eróticas, y la Humanidad yace en un rincón en pacífica locura.

El Olimpo pagano era un semillero de aventuras eróticas: Júpiter y Apolo perseguían a las ninfas como los banqueros de nuestro siglo a las costurerillas; Venus y Juno tenían caprichos como nuestras grandes damas, se prendaban de la gallardía varonil, y escogían amante entre semidioses de segunda fila y rústicos pastores. La antigüedad clásica, no deja, sin embargo, de llevar ofrendas a las aras.

La necesidad de acudir a cada paso con expedientes a restañar las heridas del crédito, a conjurar la bancarrota, había convertido el espíritu de aquella loca al positivismo vulgar, y había atajado las demasías eróticas de su fantasía juvenil. Hacía muy buena casada, en opinión de las gentes; esto es, atendía con gran esmero y diligencia a la hacienda y a los quehaceres domésticos.