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Aquella noche murió mi padre, mientras yo dormía oprimiendo el tesoro conquistado. ¡Pobre libro mío! A los diez años muy lejos estaba de amarlo por el valor moral de sus páginas; era el Ivanhoe, el primer romance que debía deslumbrar más tarde mi imaginación virgen de impresiones.

Platón, que era hombre que sabía dónde le apretaba el zapato, si bien no los gastaba, y que sabía asimismo cuánto tenía adelantado para hablar el que no ha hablado nada todavía, había adoptado por sistema enseñar a sus discípulos a callar antes de pasar a enseñarles materias más hondas, y en esa enseñanza invertía cinco años, lo cual prueba evidentemente dos cosas: primera, que Platón estaba, como nuestras universidades, por los estudios largos; segunda, que no es cosa tan fácil como parece enseñar a callar al hombre, el cual nació para hablar, según han creído erróneamente algunos autores mal informados, dejándose deslumbrar sin duda por las apariencias de verosimilitud que le da a esta opinión el don de la palabra, que nos diferencia tan funestamente de los demás seres que crió, de suyo callados y taciturnos, la sabia naturaleza.

Sin saber por qué, sintió la necesidad de deslumbrar con un embuste al simple lego, el cual parecía convencido de que la humanidad entera se interesaba por las cosas de la Orden, sin que ni un solo hombre ignorase dónde estaba el cuerpo de San Ignacio. ¡Ah! ¡El señor ha estado en Roma! exclamó el hermano mirándolo con cierta admiración, como si de repente creciese ante sus ojos.

Era aquel el regalo elegante, refinado, de un hombre que no procura deslumbrar pero que sobresale sobre todos los demás por la rareza y el gusto de lo que regala. ¡Oh! señor, dijo Herminia, ¿cómo me atreveré á adornarme con una alhaja de tan gran precio? Hija mía, dijo Roussel sonriendo, esa joya no tendrá verdadero valor más que cuando usted se la ponga.

Inferiremos de lo dicho, que los escritores ú oradores dotados de grandes cualidades para interesar y seducir, son una verdadera calamidad pública, cuando las emplean en defensa del error. ¿Qué importa el brillo, si solo sirve á deslumbrar y perder?

El pobre diablo acababa de llegar de Terranova y a fin de mes partía para los mares de la China, donde había de permanecer cinco años, y encontraba muy natural abrazar a su mujer, entre dos viajes. La librea de sus criados le hizo guiñar los ojos, y los esplendores de su mobiliario le acabaron de deslumbrar.

Yo maldigo la locura de mis proyectos, la increíble debilidad de mi razón, que se deja deslumbrar por la menor ilusión y claudica ante cualquier capricho; me indigno contra mismo y cedo, no obstante, a la indignación que me arrastra sin intentar resistir. Hay más aún.

Leía por las tardes en el Ateneo las revistas extranjeras, para estar «al día» en los adelantos del pensamiento universal y reventar a ciertos camaradas ignorantes que, por haber publicado algunos versos en los periódicos, pretendían deslumbrar al pobre «inédito». Además, seguía adquiriendo libros, a pesar de su pobreza. No podía librarse de este hábito de sus tiempos de abundancia.

Y poseído de súbita consideración por los combatientes, quería deslumbrar al alemán con el relato de las batallas políticas allá en su provincia, tenaces encuentros revólver en mano, sin otros testigos que los peones, que disparaban también; desafíos gauchescos, jamás terminados sin sangre. El belga había acaparado a Maltrana en un rincón.

Y como si fuese su dueño, la apremiaba con mandatos, unas veces suplicantes, otras imperativos: «Ven... ven». Hablaba de la hermosura de su «cabina» en el mismo piso de los camarotes de lujo, de su techo alto, de la amplitud de su espacio, con profunda cama y anchuroso diván. Pretendía deslumbrar con estas comodidades del tugurio flotante a la pobre amiga, que iba instalada en las cámaras más profundas y obscuras, cerca de la línea de flotación. «Ven... venPodrían hablarse allí sin temor de ser sorprendidos; cruzar sus besos tranquilamente.