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A Lucifer soberbio, jactancioso, Que á la mañana fresca relucía, Al infierno en tinieblas temeroso, Condenado en perpetuo Dios le envía. Aquel rico avariento codicioso, Allá desea gustar del agua fria: El poderoso Rey fué convertido En bestia, y heno y yerbas ha pacido. A la bendita Virgen soberana, Espejo de humildad y de pureza La vemos por la como mañana, Y aurora, coronada de belleza.

Un olor de heno recién cortado llenaba el aire con ese perfume a la vez dulce y acre que le es peculiar. Tímida y miedosa, como una intrusa, me deslicé lentamente a lo largo de la empalizada del jardín hasta la casa, que con sus montantes de granito, sus torrecillas y sus piñones que el tiempo había cubierto de un matiz gris, parecía lanzar sobre una mirada sombría y amenazadora.

Cuando media hora después entraba solo por el postigo del bosque en la huerta, lo primero que vio fue a la Regenta metida en el pozo seco, cargado de yerba, y a su lado a don Álvaro que se defendía y la defendía de los ataques de Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquín y don Víctor que arrojaban sobre ellos todo el heno que podían robar a puñados de una vara de yerba, que se erguía en la próxima pomarada de Pepe el casero.

Parece que la poética imaginación popular lo escoge de preferencia en semejantes días para representar con él las últimas pompas de la vegetación. El heno representa la vejez del año, como las rosas representan su juventud. El alcalde, honrado y buen anciano, padre de una numerosa familia, labrador acomodado del pueblo, presidía la cena, como un patriarca de los antiguos tiempos.

El nuevo régimen, la higiene, el Vivero... usted... yo... los alimentos sanos... la leche... el aire... el heno... el tufillo del establo... la brisa de la mañana... etc., etc. Basta, basta; comprendido... la higiene... la leche... el olor del ganado... ¡magnífico!... ¡De modo que Ana está salvada! señor. ¿Porque esta nueva exageración no puede llevarnos a nada malo?...

Entre esta fachada del edificio y nosotros se interponía otro muro más bajo que la amparaba en toda su longitud, y por encima de este muro se veía un carro de bueyes arrimado al edificio y paralelo a él; en el carro había una carga de heno «verde», según mi modo de ver, y según el más autorizado de Neluco, de retoño «seco»; y sobre la carga, un hombre de alta estatura que lanzaba con impetuoso brío grandes «horconadas» de ella a un boquerón de la pared, donde las recogía otra persona y las conducía más adentro.

Las mariposas volaban por todas partes, las moscas zumbaban, el aire estaba impregnado de mil perfumes; en una palabra, el día me pareció tan espléndido que olvidé mi prudencia ordinaria. Tomé mi libro y fui a instalarme en un prado a la sombra de una parva de heno. Se me oprimía el corazón pensando en las palabras de mi tía.

Repartidos por los montes, en las mesetas y hondonadas, algunos caseríos rodeados de castaños y nogales. Los tres viajeros se detenían á menudo á tomar aliento y se sentían gozosos. El olor penetrante del heno les embriagaba, les hacía sonreir. El mismo Celso, enamorado de la tierra del sol y las aceitunas, no podía sustraerse al hechizo de aquellas montañas frescas y virginales.

Esta borda era la guarida del Cura. Allí estaba su depósito de municiones. El cabecilla no estaba. Guardaba la borda un retén de unos veinte hombres. Se hizo pronto de noche. Zalacaín y Bautista comieron un rancho de habas y durmieron sobre una hermosa cama de heno seco.

A distancia como de dos millas dieron con un manantial de agua potable, aunque algo salobre: por donde corria, habia algo de heno verde, y no lejos de allí vieron once guanacos. Tambien recogieron á bordo del navio el perro que se vió en la playa, lleno de heridas, y los dientes gastados de comer marisco.