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Mi amigo Rafael Pombo, uno de los primeros poetas del habla española, pasa su vida mirando al Capitolio y haciendo proyectos de reformas. Los ministros le tiemblan cuando lo ven aparecer en el despacho con su rollo bajo el brazo. Pombo quiere sacar las columnas a la calle, hacer un peristilo, algo razonable y elegante.

Si Byron cruzara hoy las calles con el traje estrecho de brin, polainas y anteojos verdes, con que nos lo pinta Lady Blessingthon, que lo vio en Venecia, no sería mayor nuestro desencanto que el de nuestra compatriota, que no tuvo más recurso que dar un adiós a Edda, desvanecida... en la forma de una palmada en la mejilla de Pombo... Pombo es feo, atrozmente feo.

¡Hola!, he ahí a Chimbe, donde nos calafatearon el almuerzo famoso de la venida; ahí está el árbol a cuyo pie, tendido, con la rienda de mi mula cansada en la mano, se me apareció la Providencia bajo la forma de un indio montado en un alazán, y allá en el fondo de su eterno embudo, Villeta, la dulce al dejarla. Hace rato que nos ha dejado Pombo; miramos el reloj.

Mañana lo sabré y se lo diré; mire que me ha prometido ir a ver mis cuadros, no lo olvide». Al día siguiente, al entrar en casa, supe que Pombo acababa de salir; sobre el escritorio encontré una hoja de papel suelta, un viejo borrador mío, con este verso: Cumplo, amigo, mi palabra; Cúmplala usted como yo. Ramón Guerra se curó Tomando leche de cabra. Eso es bogotano puro.

Una noche se encaró con Pombo y le preguntó quién era esa poetisa desconocida, esa famosa Edda la Bogotana, cuyos versos, impregnados de una pasión profunda y absorbente, le recordaban los inimitables acentos de Saffo, llamando con el ímpetu del alma y el estremecimiento de la carne al hombre de sus sueños y de sus deseos.

Brilla en su cerebro la eterna, la incomparable belleza intelectual, y podría contestar como Ricardo Gutiérrez, un día, en Italia, a un amigo que le criticaba su indiferencia por el corte de una levita... «Yo soy paquete por dentro». Pombo es bello por dentro, por la elevación suprema de su espíritu y la dulzura de su carácter...

Pombo, pues, como la mejor parte de los sudamericanos residentes en Nueva York, iba con frecuencia a gozar de la charla elegante y erudita de nuestra compatriota, que sostenía con éxito las más difíciles cuestiones literarias.

que mi hijita de cuatro años me recitaba, era nada menos que del inmortal autor del canto al «¡Niágara!». Más de una vez, al pasar, había admirado la maravillosa facilidad de esas composiciones puras y cándidas como los espíritus angelicales que debían entretener; más de una vez pensé vagamente en el caudal de ternura que debía existir en el alma de ese dulce y familiar poeta anónimo, iluminando, desde la sombra, millares de rostros infantiles, era Pombo, era uno de los más grandes poetas que hayan escrito en español...

A poco se nos agregó un hermano del poeta Pombo, librero de Bogotá, amateur botánico, que saludaba por su nombre, como antiguos conocidos, a los yuyos del camino. Iba a Chimbe, no a qué. Costábale trabajo seguirnos, porque nuestras mulitas devoraban la ruta. Con su paso igual y parejo, bajaban, subían, avanzando siempre con una rapidez que me asombraba.

Una tarde encuentro a Pombo en la calle Florián y entre la charla, le digo que padezco de insomnio, que no si el aire de la altura me quita el sueño, etc. «Yo he tenido un amigo, el señor Guerra, que sufría también de eso; pero se curó... ¿con qué? No me acuerdo.