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Actualizado: 11 de julio de 2025


¿Ónde está la carne? pregunta, al cabo, con voz ronca el pescador. La carne... tartamudea su mujer, como ya estaba cerrada la tabla cuando fuí á buscarla, no la traje. ¿El dinero?... el dinero... en la faltriquera. Á ver el dinero, digo, ¡pronto! La interpelada saca, temblando, unos cuartos de su faltriquera, y sin abrir toda la mano, se los enseña á su marido.

Y le pasa a todo el que tiene un corazón franco, señora dijo impetuosamente Obdulia. Sólo los envidiosos, los malintencionados saben dorar la píldora de veneno y clavar el puñal cuando parece que están haciendo una caricia. La voz de la joven salía alterada, un poco ronca.

Y si el rey en persona le arrugaba las cejas, como para cortarle el discurso, crecía unas cuantas pulgadas a la vista del rey, se le ponía ronca y fuerte la voz, le temblaba en el puño el sombrero, y al rey le decía, cara a cara, que el que manda a los hombres ha de cuidar de ellos, y si no los sabe cuidar, no los puede mandar, y que lo había de oír en paz, porque él no venía con manchas de oro en el vestido blanco, ni traía más defensa que la cruz.

«Vas á cometer una necedad enorme... ¡Atención!... Buscas complicar tu existencia...» Era el antiguo Lubimoff el que hablaba en su interior; el Lubimoff recién llegado de París para refugiarse en su Arca, lejos de todos los afectos vanos que forman la felicidad de la mayoría de los hombres; el áspero maestro de «los enemigos de la mujer». La voz ronca y plañidera no levantó ningún eco.

¡Eres mujer perdida! dijo con voz ronca. Al sonido de la voz del tío Manolillo, Dorotea dejó de mirar á la puerta, y miró al bufón. La ansiosa, la profunda mirada de éste, la estremeció. , soy una mujer despreciable dijo contestando á las palabras del bufón. No; no he querido decir eso dijo el tío Manolillo . Quiero decir que te has perdido.

A esta voz sorda y ronca, Pen-Ouët, al que se hubiera creído profundamente dormido, se levantó en una especie de acceso de somnabulismo, y se sentó en las rodillas de su madre, que tomó sus manos entre las suyas, y, apoyando su frente contra la del idiota, dijo: Pen-Ouët, pregunta el tiempo que Teus le concede de vida... En nombre de Teus, respóndeme.

¡Es el Rey! exclamó. ¿Quiere usted decirme, coronel Sarto, qué significa la broma de que hace poco pretendía usted hacerme objeto? Nadie contestó; los tres seguimos silenciosos ante ella. Prescindiendo de testigos, me abrazó y me dio un beso. Entonces dijo Sarto, con voz ronca y baja: No es el Rey. No lo acaricie Vuestra Alteza; no es el Rey.

Mirola Guillermina, sintiendo el espanto más grande que en su vida había sentido... Fortunata agachó más la cabeza... Sus ojos negros, situados contra la claridad del balcón, parecía que se le volvían verdes, arrojando un resplandor de luz eléctrica. Al propio tiempo dejó oír una voz ronca y terrible que decía: «¡La ladrona eres ... ! Y ahora mismo...».

Otras veces y el recuerdo después de tantos años aún conmovía al joven , el padre surgía en su memoria colérico, con la voz ronca y el rostro congestionado, oliendo a vino, arrojándose con los puños levantados sobre la pobre mujer, que corría loca de miedo por el tugurio, esquivando los golpes.

¡Dice que no está enamorado y la compara con la Virgen!... Creo que la pobre siente mucho no tener un hijo. Visita encogió los hombros, y después de pasar algo amargo que tenía en la garganta, dijo con voz ronca y rápida: Que lo tenga. Mesía disimuló la repugnancia que le produjo aquella frase.

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