Vietnam or Thailand ? Vote for the TOP Country of the Week !

Actualizado: 9 de julio de 2025


Oigo el roce de las plumas, el ahuecamiento del plumón con el viento fuerte, y hasta el crujido de la minúscula osamenta, rendida de cansancio. Después, nada. La noche, las profundas tinieblas, siguiendo a la escasa claridad del día, que sobre las aguas ha quedado retrasada. De repente advierto un estremecimiento, una especie de molestia nerviosa, como si hubiese alguien detrás de .

Debido a haberlas llevado siempre consigo, el roce constante y durante tanto tiempo, había gastado las puntas y los filos, mientras el lustre había desaparecido hacía ya mucho. Ayudado por Mabel, las extendí todas sobre la mesa, verdaderamente atontado por aquellas columnas de letras que demostraban que algún profundo secreto encerraban, pero que nos fue completamente imposible descifrar.

Nélida, con toda su gentileza, carecía del encanto de este libro: la novedad. Transcurrió mucho tiempo, y cuando empezaba a dudar de que ella viniese, percibió un leve ruido en el inmediato corredor; menos que un ruido: un roce, las ondulaciones del aire por el desplazamiento de un cuerpo silencioso. Era ella que avanzaba cautelosamente.

Los palos que sostenían los sombrajos estaban unidos por cuerdas, y pendientes de ellas se balanceaban uniformes de soldados, viejas levitas, pantalones roídos por el roce, sobrefaldas de gasa que habían sido de moda treinta años antes, sayas que olían a humedad y a polvo, delatando el olvido en los cofres de algún desván.

Era uno de los asaltantes, el más ágil de todos, que se había agarrado al tejido, encaramándose por él hasta llegar á lo más alto de su tórax. Desde allí arrojó una cuerda á los que esperaban abajo, y uno tras otro fueron subiendo cinco hombres, con grandes precauciones, procurando evitar un roce demasiado fuerte al deslizarse por la curva del pecho gigantesco.

Construía barcos, y no naufragaba uno, para alterar con una catástrofe la monotonía de su existencia. La desgracia era impotente para él; estaba abroquelado y aunque ella corriese á estrecharle entre sus brazos, la caricia mortal sería un roce insignificante.

Pues, señor, volviendo al asunto, y en la imposibilidad de referir punto por punto toda la historia de mi juventud, porque no acabaríamos hoy, le diré á usted que á los cinco años de mi práctica de comerciante, habiendo conocido perfectamente el manejo de los negocios y á una joven vecina de mi principal, monté de cuenta propia un establecimiento de géneros de refino, y me casé el día mismo en que cumplía treinta y un años; cosa que me costó mis trabajillos, porque los once meses de Salamanca me habían procurado una reputación de calavera de todos los demonios. Casado ya, mi vida tomó un giro enteramente diverso del de hasta entonces. Desde luego fuí nombrado síndico del gremio de zapateros, procurador municipal de dos pueblos agregados á este ayuntamiento, vocal perpetuo de una junta de parroquia, tesorero de la Milicia Cristiana y asesor jurado de una comisión calificadora para los delitos de sospecha de traición á la causa del Rey. Con todos estos cargos me puse en roce con las personas más importantes de la ciudad y me dieron entrada en palacio, que era todo mi anhelo ya mucho tiempo hacía, porque Su Ilustrísima era hombre de gran eco entre las gentonas de Madrid, y lo que por su conducto se averiguaba en Santander, no había que preguntar si era el Evangelio. Tenía Su Ilustrísima tertulia diaria de ocho á nueve de la noche, y la formábamos un médico muy famoso por sus chistes, que hablaba latín como agua; el P. Prior de San Francisco, hombre sentencioso y de gran consejo; un abogado del Rey, caballero de Carlos III; mi humildísima persona, y un Intendente de rentas, hombre de bien, si los había, temeroso de Dios como ninguno, servicial y placentero que no había más que pedir.... Por cierto que murió años después en Cádiz, de una disentería cuando el sitio del francés.

Con ellos hacía rodar de un lado a otro por encima de la mesa un pedazo grande de pasta amarillenta, arrastrándolo y doblándolo constantemente sobre sin darse punto de parada. La masa se desprendía suavemente de la tabla por efecto de la manteca de que estaba impregnada con levísimo rumor parecido al roce de la seda. Algunas criadas daban vueltas por la cocina atendiendo a sus quehaceres.

Al sentir un roce en el cuello, Fernando de Ojeda soltó la pluma y levantó la cabeza. Una palmera enana movía detrás de él con balanceo repentino sus anchas manos de múltiples y puntiagudos dedos. Para evitarse este contacto avanzó el sillón de junco, pero no pudo seguir escribiendo.

Cierto: faltan la intimidad de las provincias, el roce continuo, ciertas reuniones de confianza.... Y a propósito: creo haber entendido que pensaba usted dar algunas. ¡Es usted el mismo demonio! saltó don Simón, admirado de que también le hubiese leído su segundo pensamiento. ¿Luego es cierto? Pshé... volvió a responder el pobre hombre, sonriendo de gusto.

Palabra del Dia

malignas

Otros Mirando