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Soplaba el viento furioso de las estribaciones del Triano, que arranca las boinas de las cabezas. Aresti se afirmó los lentes y siguió adelante todavía soñoliento, con esa pasividad resignada del médico que vive esclavo del dolor ajeno. Las rudas suelas de sus zapatos de monte se pegaban al barro; la cachaba iba marcando con su lanza un agujero á cada paso.

Asustada en el primer momento por las ondulaciones violentas de la muchedumbre que llegaban hasta ella, no sabía si huir u obedecer a su curiosidad, que la retenía inmóvil. ¿Qué era aquello...? ¿Se pegaban?

Otra señal de que había venido al mundo para ser o comercianta o nada, era que los cuartos ganados en la compra-venta se le pegaban al bolsillo, despertando en ella vagos anhelos de ahorro, mientras que los que por otros medios iban a sus flacas manos, se le escapaban por entre los dedos antes de que cerrar pudiera el puño para guardarlos.

Una noche leyó en la cama un libro que hablaba de un místico medio loco, italiano, de la Edad Media, a quien llamaban el juglar de Dios; parecía el payaso de la gloria: lleno del amor de Jesús, se reía de la Iglesia y daba por hecho que él se condenaría, pero llevando al infierno su pasión divina, que nadie podía arrancarle: y el tal Jacopone de Todi, que así le llamaba el vulgo, que se reía de él y le admiraba, hacía atrocidades ridículas para que su penitencia no fuese ensalzada, sino objeto de burla; y salía andando con las manos, cabeza abajo y los pies al aire; y se untaba de aceite todo el cuerpo, desnudo, y se echaba a rodar sobre un montón de plumas, que se le pegaban al cuerpo; y de esta facha salía por las calles para que los chiquillos le corrieran....

En cuanto entró en el cuarto el señor Don Pomposo le dio la mano, como se la dan los hombres a los papás; le puso el sombrerito en la cama, como si fuera una cosa santa, y le dio muchos besos, unos besos feos, que se le pegaban a la cara, como si fueran manchas. Y a Raúl, al pobre Raúl, ni lo saludó, ni le quitó el sombrero, ni le dio un beso.

El telegrafista, que trató de sacar varios muebles de su propiedad fué maltratado por los facciosos, que le propinaron planazos con sus paraguayos. Mientras ardía la estación del ferrocarril, los asaltantes se encaminaron á varios establecimientos, saqueándolos; y después les pegaban fuego por los cuatro costados.

Lucía se abanicaba con un periódico dispuesto por Artegui en forma de concha, y leves gotitas transparentes de sudor salpicaban su rosada nuca, sus sienes y su barbilla: de cuando en cuando las embebía con el pañuelo: los mechones del cabello, lacios, se pegaban a su frente.

¡Ah, ingrato! susurró Butrón Corro a traértelo. Y de nuevo se fue como había venido, de puntillas, sonriendo a todos, haciendo muchos ademanes para que nadie se incomodara, y dejando al tío Frasquito estupefacto... ¡Oh!, pues lo que es a él no se la pegaban... ¿Currita a las cuatro en casa de Butrón y avisando antes a Jacobo?... Algo gordo sucedía cuando el prudente Mentor, el joven Telémaco y la invulnerable Calipso se avistaban en secreto, con la extraña circunstancia de acudir la dama a casa del caballero, y no los caballeros al palacio de la dama, como parecían dictar las más elementales leyes de la galantería.

¡Loca!... ¡idiota!... gimió Mesía limpiando su mejilla que sintió húmeda y pegajosa. ¡Vuelve por otra! A que soy tambor de marina, como dice la Marquesa. La dama, completamente tranquila, sonriente, se metió un terrón de azúcar en la boca. Era su sistema. Se prohibía a misma, por desconfianza, las dulzuras de los engaños de amor, y los compensaba con golosinas, que «se pegaban al riñón».

Corrió hasta alcanzar el camino del Crucero, y dejándolo a un lado, atravesó a la carretera y a la cuesta de San Hilario, donde refrenó el paso creyéndose en salvo ya. ¡También era manía la del zopenco aquel, de no dejarla a sol ni a sombra, y darle escolta todas las tardes! ¡Y como su compañía era tan divertida, y como él hablaba tan graciosamente, que no parece sino que tenía la boca llena de engrudo, según se le pegaban las palabras a la lengua!