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Actualizado: 26 de junio de 2025


Siempre en ellas, la cabeza metida entre los hombros y el espinazo doblegado, embriagándose en su labor; y la barraca de Barret presentaba un aspecto coquetón y risueño, como jamás lo había tenido en poder de su antiguo ocupante.

Ello era que Vetusta estaba metida en un puño. Entre el agua y los jesuitas la tenían triste, aprensiva, cabizbaja. El aspecto general de la naturaleza, parda, disuelta en charcos y lodazales, más que a pensar en la brevedad de la existencia convidaba a reconocer lo poco que vale el mundo. Todo parecía que iba a disolverse.

Tintinea a lo lejos una herrería, y unos muchachos se han sentado en una esquina y tiran contra la pared, jugando, unas monedas. El sol reverbera en las blancas fachadas; se abre un balcón con estrépito de cristales. Y luego, una moza se asoma y sacude contra la pared una escoba metida en un pequeño saco.

Un empleado del club trajo una botella de mimbre que contenía diez bolas numeradas, y después de agitarla, arrojó tres sobre la mesa: una para cada uno. Alicia, metida entre ellos con una familiaridad varonil, casi palmoteó de alegría. La suerte había favorecido á Spadoni; de él era la banca.

«¡Cómo no se me ocurrió mandarle un recado! pero... ¿por quién? ¿no era ridículo decirle a la Marquesa: señora necesito que mi madre sepa que no como hoy con ella? Aquella esclavitud en que vivía... contento, , contento, no le humillaba... pero no convenía que la conociese el mundo. Y ahora, ¿por qué no se había quedado en casa? Bastante tiempo había pasado fuera... ¿volvería pie atrás, desafiaría el mal humor de su madre? No, no se atrevía; no estaba el suyo para escenas fuertes, le horrorizaba la idea de una filípica embozada, como solían ser las de su madre, de un discurso de moral utilitaria.... De fijo le hablaría de las necedades que le habían contado por la mañana.... Y si le decía: he comido... con la Regenta, en casa del Marqués, ¡bueno iba a estar aquello! Pero, Señor ¡qué luego, qué luego había empezado la gentuza, la miserable gentuza vetustense a murmurar de aquella amistad! ¡en dos días todo aquel run run, su madre con los oídos llenos de calumnias, de malicias, y el alma de sospechas, de miedos y aprensiones!... ¿y qué había? nada; absolutamente nada; una señora que había hecho confesión general y que probablemente a estas horas estaría metida en un pozo cargado de yerba seca en compañía del mejor mozo del pueblo. ¿Y él qué tenía que ver con todo aquello? ¡

Miren vuestras mercedes también cómo el emperador vuelve las espaldas y deja despechado a don Gaiferos, el cual ya ven como arroja, impaciente de la cólera, lejos de el tablero y las tablas, y pide apriesa las armas, y a don Roldán, su primo, pide prestada su espada Durindana, y cómo don Roldán no se la quiere prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil empresa en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar; antes, dice que él solo es bastante para sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y, con esto, se entra a armar, para ponerse luego en camino.

La marquesa no la presenta aún para que no la envejezca, y da dolor ver aquella mujercita tan desarrollada ya... no creas, tiene más delantera que su mamá... da dolor verla metida allá dentro jugando con las muñecas, enredando con las criadas o copiando temas del francés.

La carta tenia un sello de oro de cuatro mitcales de peso, con la imágen del Mesías en un lado, y los retratos de Constantino y su hijo en el otro. Estaba metida en una bolsa de tejido de plata, y esta en una caja de oro con el retrato de Constantino admirablemente esmaltado: todo encerrado en un estuche con funda de seda y oro. Este cementerio estaba en el recinto de los alcázares de Córdoba.

En el atrio, inmediato al puesto de una florista, habían colocado el cajón de la rifa piadosa, cuyos premios eran un canario enjaulado, dos sortijeros de cristal, un castillete de cartón-piedra para juguete de niños y una Virgen metida en un fanal que parecía farol: dos viejos coloradotes y rollizos expendían las papeletas, y una mujer que allí cerca tenía su canastilla de estampas y escapularios les miraba de reojo, como mercader pobre a traficante rico.

Retirose la dueña, y D. Evaristo volvió a su tema: «Lo primero que has de tener presente es que siempre, siempre, en todo caso y momento, hay que guardar el decoro. Mira, chulita, no me muero hasta que no te deje esta idea bien metida en la cabeza. Apréndete de memoria mis palabras, y repítelas todas las mañanas a renglón seguido del Padre-nuestro». Después le entró tos.

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