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Actualizado: 8 de mayo de 2025
Aquel ascetismo y aquel ver a Dios en sí fueron nada más que obra fugaz de la tristeza, o quizás de las circunstancias, y existían en su mente como esas lecciones, pegadas con saliva, que los estudiantes aprenden en los apuros del examen. Sus nuevas obligaciones en la botica le llamaban del lado de la química y de la farmacia, y se dedicó a esto con verdadero ardor, deseando aprender.
Doña Juana se levantó, se echó por sí misma un traje y se acercó á la puerta, á la que llamaban por tercera vez. ¿Quién llama? dijo en voz baja. Tomad lo que os doy por bajo de la puerta, y con ello mi corazón y mi alma, hermosa señora dijo una voz tan desfigurada, que la duquesa no pudo reconocer. Al mismo tiempo sintió el roce de un papel por debajo de la puerta.
Pero entonces, cuando acaecieron los sucesos que voy a referir, era otra cosa. Los más guapos usaban zapatones de gamuza; el traje de charro, mal hecho y peor elegido, era el usual, y por eso los jinetes y cócoras de la vecina Pluviosilla, donde siempre hubo, aun entre los obreros y gente del campo, charros muy galanos, llamaban a los petimetres de Villaverde los «charritos de barro».
Había yo pensado no molestar de nuevo a los lectores de El Liberal discurriendo y meditando sobre cuestiones estéticas con relación a las novelas; pero como padezco de cierta dolencia, que antes llamaban scribendi cacohetes y hoy llaman grafomanía, había ya redactado mi tercer artículo sobre El progreso en el arte de la palabra, y no me había atrevido a enviarle a El Liberal.
Al principio no le llamaban la atención las mujeres que encontraba; pero al poco tiempo empezó a distinguir las guapas de las que no lo eran, y se iba en seguimiento de alguna, por puro éxtasis de aventura, hasta que encontraba otra mejor y la seguía también. Pronto supo distinguir de clases, es decir, llegó a tener tan buen ojo, que conocía al instante las que eran honradas y las que no.
Preguntó el rapista a la bodegonera de dónde había sacado todas aquellas noticias, y díjole ella, que el rodrigón que había visto acompañando a la hermosa indiana, había ido tres días antes al bodegón, y la había preguntado quién fuese el amo de la casa deshabitada y si sabía que la casa se vendiese, a lo que ella había contestado ocultándole lo del duende, lo cual la había valido un buen regalo del señor marqués de los Alfarnaches, a quien había avisado en buen tiempo, y que el señor marqués la había dicho después, que la tal dama se llamaba doña Guiomar de Céspedes y Alvarado, que era viuda, que apaleaba el oro, y que al morir su marido, que había sido un viejo oidor de la chancillería de Méjico, había hecho buenos doblones su hacienda, y se había venido a Sevilla, de donde era natural, aunque por haberla llevado su marido a Méjico, todos la creían y la llamaban indiana.
Yo te recogí, curé tus heridas, y desde entonces no me has abandonado. Cuando los graciosos del regimiento se burlaban de mí, y me llamaban cura-perros, venías a lamerme la mano que te salvó, como queriendo decirme: 'los perros son agradecidos'. ¡Oh Dios mío! Yo amaba a mis semejantes.
Fermín pasó frente a la puerta de lo que llamaban el Tabernáculo, un pabellón ovalado, con montera de cristales, inmediato al cuerpo de edificio donde estaban el escritorio y la oficina de expedición. El Tabernáculo contenía lo más selecto de la casa.
Para ella, la pasión matrimonial no había de ir más allá de la intimidad, fría y casi mecánica, de sus primeros tiempos de vida común. El matrimonio era para que el hombre y la mujer viviesen sin dar escándalo, procreando hijos para servir á Dios y que no se perdiera la fortuna de la familia. Lo que llamaban amor las gentes corrompidas era un pecado repugnante, propio de gentes sin religión.
El cambio de fortuna de sus hermanos, no varió su situación; le recibían ellos de tan mala manera, le llamaban con motes tan injuriosos, que Agapo evitaba verles; y luego, ¿para qué? para recibir consejos, en vez de cuartos.
Palabra del Dia
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