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Actualizado: 1 de julio de 2025


Pero... ¿habría tenido la criminal imprudencia de casarse engañando a un hombre, ocultándole su pasado? ¡Lo pasado! En el largo catálogo de sus conquistas, ninguna recordaba don Juan que valiese lo que aquélla.

Se la referí a mi tío, aunque ocultándole detalles que pudieran impresionarle demasiado; pero como al fin era montuno el buen señor, perdonóme la temeridad por lo grande del suceso, y tuve al último que contársela con todos sus pormenores. Se entusiasmó de verdad. Puestas ya las cosas tan arriba, invité, con su permiso, a Pito Salces a que comiera aquel día con su camarada.

Eran como la torre de la catedral, que cubría con su mole una gran parte del cielo, ocultando millones y millones de mundos. Y sin embargo, era de una pequeñez insignificante, comparada con la inmensidad que ocultaba; menos que la parte infinitesimal de una molécula: nada. Así eran las religiones. Parecían grandes porque estaban muy próximas al hombre, ocultándole la inmensidad.

Calculó, pues, en esta ocasión, que rendirse sin condiciones no era triunfo, sino derrota; que podría suceder que el Conde, verdadero triunfador, volviese a doña Beatriz, ocultándole una infidelidad efímera o pidiéndole perdón de su culpa. Sólo con pensarlo temblaba Elisa de despecho.

Un Príncipe de Dinamarca, que con nombre supuesto se dirige á la corte del Rey de Polonia para enamorar á su hija; la pasión de esta Princesa por un mancebo particular, que penetra en palacio disfrazado de caballero y mata á cierto Príncipe en un torneo, persiguiéndole el Rey por esta causa, y ocultándole la Princesa en su gabinete; encuentros nocturnos y desafíos; por último, el descubrimiento de que el presunto galán labrador es también un Príncipe, son los elementos manejados para el teatro, con molesta repetición por los autores anteriores, y que por lo mismo no ofrecen aliciente ni interés alguno, tan conocidos y tan gastados.

Preguntó el rapista a la bodegonera de dónde había sacado todas aquellas noticias, y díjole ella, que el rodrigón que había visto acompañando a la hermosa indiana, había ido tres días antes al bodegón, y la había preguntado quién fuese el amo de la casa deshabitada y si sabía que la casa se vendiese, a lo que ella había contestado ocultándole lo del duende, lo cual la había valido un buen regalo del señor marqués de los Alfarnaches, a quien había avisado en buen tiempo, y que el señor marqués la había dicho después, que la tal dama se llamaba doña Guiomar de Céspedes y Alvarado, que era viuda, que apaleaba el oro, y que al morir su marido, que había sido un viejo oidor de la chancillería de Méjico, había hecho buenos doblones su hacienda, y se había venido a Sevilla, de donde era natural, aunque por haberla llevado su marido a Méjico, todos la creían y la llamaban indiana.

Procuré desenojarla, explicándole cómo había ido a ver a su tío Jenaro, en cumplimiento de lo acordado, y lo que con él me había sucedido, aunque ocultándole el incidente del Naranjero. No había para qué inquietarla. Habíamos llegado tarde porque el asunto de las manos atravesadas nos había retenido mucho tiempo. El relato de esto último le causó sensación, aunque menos de lo que yo pensaba.

Movida yo por esta pasión, tuve por principal empleo hasta que Lucía cumplió doce años, el cultivar su corazón y su mente con el más activo desvelo. Yo misma, ocultándole con recato cuidadoso cuanto yo pensaba y sabía de malo, la instruí en todo lo bueno y santo que mi alma había conservado o aprendido.

Yo la traía en palmitas, yo la engañaba con buena sombra, ocultándole nuestra miseria, y poniendo mi cara en vergüenza por darle de comer conforme a lo que era su gusto y costumbre... En fin, lo pasado, como dijo el otro, pasó. Vámonos, Almudena, vámonos de aquí, y quiera Dios que te pongas bueno pronto para tomar el caminito a Jerusalén, que no me asusta ya por lejos.

Nada, déjate de llorar ahora; lo que importa es que vayas a darle la cucharada de quinina a tu mamá. Después le pondremos un reparo sobre el estómago. El bueno de don Máximo procuró consolar a la niña, ocultándole el funesto presentimiento que abrigaba y se puso a dictar las medidas que su pobre ciencia cuanto rico deseo le sugerían.

Palabra del Dia

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