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Este era el supremo toque de la voluptuosidad, al parecer, porque al llegar aquí los barbianes de la reunión quisieron volverse locos. ¡Viva tu sangre, chiquilla! exclamó el Naranjero . ¡Vivan las mujeres castisas! Al estante nos vamos a beber una cañita, ¿verdá, prenda?... ¡Viva tu mare, que tengo para ti en er borsiyo un biyete de la lotería pasá!

El Naranjero era hombre de unos cuarenta y cinco años, de piel morena y curtida, cabellos cerdosos y grises, ojos negros extremadamente vivos, más bien bajo que alto y vestía, como el guitarrista Primo, la chaquetilla clásica, la faja y el hongo flexible. Sin saber por qué, quizá por su presunción de gracioso, me fue antipático desde el principio.

Como mi cabeza no estaba al unísono con las demás, porque, según he dicho, el paso con el Naranjero había tenido la virtud de despejármela, las grotescas y bárbaras escenas que presenciaba me infundían profundo malestar. Deseaba irme; pero, como cualquiera comprenderá, no se me pasó siquiera por la imaginación el hacerlo.

Me explicó que aquel Juan Ruiz, apodado el Naranjero, era un antiguo y célebre bandido de la provincia de Córdoba, que, por varios años, había traído en jaque a la Guardia Civil y había dado muerte a varios de sus individuos.

Decíase que en cierta ocasión había disparado el revólver sobre unos muchachos que le dirigían en son de burla el reflejo de un espejo a los ojos; se había batido con una pistola cargada de arena y otra de pólvora, y había matado a su contrario. Fue íntimo amigo del Naranjero, el célebre bandido de Córdoba, y se hacía acompañar por él en sus cacerías por la sierra.

La idea de la lengua de vaca comenzó a hacerme cosquillas nuevamente. Reflexioné largo rato acerca de los medios oportunos para no trabar conocimiento con este precioso artefacto de la industria nacional. Al fin, di con uno. Se me ocurrió que lo mejor era desagraviar al Naranjero con un acto que mostrase que la escena de la tarde anterior había sido ocasionada por la borrachera.

Noche feliz fue aquella para . Sólo otra podía comparársele: la primera en que pelé la pava con Gloria. Después de estar un rato en casa de Juanito, tomando un tentempié, nos fuimos a casa. El Naranjero nos acompañó, y al dejarme a la puerta se me ofreció por amigo, con un calor y efusión que me conmovieron; verdad es que estaba yo muy predispuesto en aquel instante a las emociones tiernas.

Principalmente el plebeyo, a quien apodaban el Naranjero, que por lo que noté oficiaba de gracioso, se distinguía de los otros por la multitud de frases burdas, obscenas, pero extrañas, propias de una imaginación descompuesta, que sin cesar profería. Concha taconeaba fuertemente sobre el suelo, levantando polvo, restregando los muslos, las manos en las caderas, dejando inmóvil el torso.

En cuanto desaparece el naranjero con esta embajada, ya no piensa en otra cosa que en acercarse á la dama á la salida del teatro, y maldice á la comedia, y le parece eterna porque le obliga á esperar tanto tiempo. Expresa en voz alta su desagrado, y gruñe sin reparo por esta causa, excitando así á los mosqueteros que están debajo á imitarlo en seguida, y á prorrumpir en voces ofensivas.

Decíase de él por lo bajo que en su borrascosa mocedad había sido contrabandista y que yendo y viniendo de Ronda á Gibraltar y de Gibraltar á Ronda con su potro corredor y su trabuco naranjero, había llenado aquella ancha zona de su alto nombre y sus épicas hazañas.