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Creían hacerla un gran favor aquellos corteses bañistas cuando la invitaban a las fiestas con que entretenían los ocios de la temporada; y no podían imaginarse hasta qué extremo la molestaban poniéndola en el deber de aceptarlo todo. ¡Fiestas a ella, que venía huyendo de las que le habían envejecido el espíritu a lo mejor de la vida!

Se había ido a vivir con el cura no por gusto, sino porque éste siempre lo había tenido en que los tenientes (o excusadores, como allí se les llamaba) viviesen a su lado, tal vez para tiranizarlos mejor. La rectoral estaba situada no muy lejos de la iglesia, a la entrada misma del Campo de los Desmayos. D. Miguel tenía por servidores una ama vieja y un criado joven. Los goces espirituales del pobre Gil estaban bien compensados con un sinnúmero de contrariedades y molestias que su rudo párroco le hizo padecer en seguida. D. Miguel era tan bárbaro en la vida privada como en la pública. Su voluntad despótica se dejaba sentir en todos los pormenores y en todos los momentos de la existencia. Luego, si esta voluntad fuese racional, vaya con Dios; pero la del formidable viejo era tan caprichosa como maligna. Se gozaba en contrariar los deseos de los que a su alrededor estaban, por mínimos que fuesen. Al ama la tenía frita: un día le impedía dormir la siesta, otro día le mataba un perrito al cual tomara gran cariño, otro le tiraba los tiestos que tenía en el balcón o la obligaba a permanecer en casa en ocasión de cualquier gran solemnidad religiosa, o le hacía pagar un desperfecto de la vajilla, etc., etc. Al criado le tostaba en parrilla: unas veces le mandaba en tarde de romería a cualquier aldea con un recado insignificante, para que no se recrease; otras veces le cerraba de noche la puerta si llegaba un minuto más tarde de lo convenido y le hacía dormir al sereno, o bien le obligaba a quitarse las patillas, o le vestía el ropón del monaguillo porque notaba que esto le molestaba mucho. Al excusador le crucificaba. Había tenido muchos, y a todos los había estudiado silenciosamente durante algunos días para conocer sus tendencias y aficiones. Una vez enterado, se ponía con particular cuidado a contrariárselas. Al anterior, hombre obeso y amigo de los placeres de la mesa, le hizo pasar cada hambre que por milagro no feneció; venía el infeliz de decir misa con ansia de tragarse el chocolate. ¡Buen chocolate te Dios! El cura había mandado previamente al ama a algún recado que durase dos horas por lo menos. ¡Qué debilidad, qué sudores, qué congojas las del pobre capellán! Si llegaban en sus paseos vespertinos a alguna casa donde les invitaban a merendar, el cura rehusaba manifestando que ya lo habían hecho en casa.

El primitivo color de las paredes desaparecía bajo una especie de moho verdoso producto de la humedad; el piso en vez de ser unido, estaba formado por una cantidad de baches y montículos que invitaban a los fieles a romperse la nuca y a aprovechar de su presencia en un sitio santificado, para subir más pronto al cielo; el altar estaba adornado con figuras de ángeles, pintadas por el carretero de la aldea quien se las echaba de artistas; dos o tres santos se contemplaban con sorpresa, admirados de verse tan feos.

Metíase en las tabernas, sin miedo a las burlas de los alegres compadres, que le invitaban a tomar una copa. Gracias; el no bebía. El vino le dañaba los ojos. Pero a cambio de que le oyesen, acababa por tomar un sorbo, a guisa de mortificación, haciendo los mismos aspavientos que si fuese veneno, y les hablaba de sus devociones simples, de su piedad de hombre sencillo.

Vivía en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradisíacas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en París; pero las más de sus comidas las hacía con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran éstos los que le invitaban á su mesa; otras los invitaba él á los restoranes más célebres.

Luego desapareció, siguiendo a los Lowe y a Munster, que la invitaban a continuar el bridge. A la caída de la tarde se encontraron Ojeda y Mina en la última toldilla, sobre la cubierta de los botes. Ella quería ver a su lado la puesta del sol. Desde la línea equinoccial a las costas del Brasil, eran los atardeceres más hermosos de todo el viaje.

Expresándose en plural, les decía que habían tomado una casa en Arcachón, y sabedores de que a Bringas y a los niños les convenía respirar aires frescos y salinos, les invitaban a pasar un mes allá. El ofrecimiento era tan cordial como explícito. La casa era muy grande, con jardín y mil comodidades.

Perdió el miedo, aturdido por aquella proximidad ardiente y olorosa de su amada, y como si esto fuera escasa borrachera, se dejó seducir por las tretas de Mochi, que le invitaban sin cesar a beber de todo.

Los más audaces le cogían una mano, se la estrechaban fuertemente y la agitaban en todas direcciones, deseosos de prolongar lo más posible este contacto con el grande hombre nacional, al que habían visto retratado en los papeles públicos. Luego, para hacer partícipes de esta gloria a los compañeros, les invitaban rudamente. ¡Chócale la mano! No se enfada. ¡Si es de lo más simpático!...

Bebió Reyes ponche, champaña, benedictino después, y ya, sin conciencia despierta para reprobar las demasías que se permitían el barítono y la contralto y alguna otra pareja, consintió en brindar, por último, cuando de todas partes salían exclamaciones que le invitaban a desahogar su corazón en el seno de aquella amistad artística, «no por nueva, pensaba él, menos firme y honda».