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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Por la mañana el rocío dejaba brillantes gotas sobre mis cabellos; al mediodía el sol tostaba mi rostro; por la tarde, cuando el crepúsculo descendía de lo alto del cielo, tornaba al hogar por el sendero de la montaña y el disco azulado de la luna alumbraba mis pasos.
En efecto, aquella luz tostaba el blanco rostro de la niña, lo encendía con reflejos de sol moribundo y lo animaba con la expresión ardiente y feroz de las naturalezas meridionales.
En torno, gente que pasaba mirándoles de reojo y barruntando trapicheo; algún chico parado, con los libros sujetos entre las piernas, ocupados dientes y manos en el aceitoso buñuelo; al fondo, los soportales de la Plaza esfumados en la neblina temprana; las mulas del tranvía despidiendo del cuerpo nubes de vaho; la atmósfera húmeda, impregnada del olor al café que un mancebo tostaba ante una tienda; el ambiente sucio, como si en él se condensaran los soeces ternos y tacos de los carreteros; las piedras resbaladizas, y en el centro del jardinillo, descollando sobre un macizo de arbustos amoratados por los hielos, la estatua del pobre Felipe III, con el cetro y los bigotes acaramelados por la escarcha.
Se había ido a vivir con el cura no por gusto, sino porque éste siempre lo había tenido en que los tenientes (o excusadores, como allí se les llamaba) viviesen a su lado, tal vez para tiranizarlos mejor. La rectoral estaba situada no muy lejos de la iglesia, a la entrada misma del Campo de los Desmayos. D. Miguel tenía por servidores una ama vieja y un criado joven. Los goces espirituales del pobre Gil estaban bien compensados con un sinnúmero de contrariedades y molestias que su rudo párroco le hizo padecer en seguida. D. Miguel era tan bárbaro en la vida privada como en la pública. Su voluntad despótica se dejaba sentir en todos los pormenores y en todos los momentos de la existencia. Luego, si esta voluntad fuese racional, vaya con Dios; pero la del formidable viejo era tan caprichosa como maligna. Se gozaba en contrariar los deseos de los que a su alrededor estaban, por mínimos que fuesen. Al ama la tenía frita: un día le impedía dormir la siesta, otro día le mataba un perrito al cual tomara gran cariño, otro le tiraba los tiestos que tenía en el balcón o la obligaba a permanecer en casa en ocasión de cualquier gran solemnidad religiosa, o le hacía pagar un desperfecto de la vajilla, etc., etc. Al criado le tostaba en parrilla: unas veces le mandaba en tarde de romería a cualquier aldea con un recado insignificante, para que no se recrease; otras veces le cerraba de noche la puerta si llegaba un minuto más tarde de lo convenido y le hacía dormir al sereno, o bien le obligaba a quitarse las patillas, o le vestía el ropón del monaguillo porque notaba que esto le molestaba mucho. Al excusador le crucificaba. Había tenido muchos, y a todos los había estudiado silenciosamente durante algunos días para conocer sus tendencias y aficiones. Una vez enterado, se ponía con particular cuidado a contrariárselas. Al anterior, hombre obeso y amigo de los placeres de la mesa, le hizo pasar cada hambre que por milagro no feneció; venía el infeliz de decir misa con ansia de tragarse el chocolate. ¡Buen chocolate te dé Dios! El cura había mandado previamente al ama a algún recado que durase dos horas por lo menos. ¡Qué debilidad, qué sudores, qué congojas las del pobre capellán! Si llegaban en sus paseos vespertinos a alguna casa donde les invitaban a merendar, el cura rehusaba manifestando que ya lo habían hecho en casa.
El desgraciado zorro seguía enroscándose y retorciéndose para salvar su cabeza, pero el fuego le tostaba el lomo cruelmente. Un hedor irresistible de pelo quemado se esparció por la atmósfera. El dolor arrancaba al pobre animal gritos cada vez más extraños y penetrantes que resonaban de un modo siniestro en el silencio de la pomarada.
Sor Marcela dispuso que le volviesen a poner los trastos de la celda lo mismo que estaban, y acabose el cuento del ratón. El día siguiente fue uno de los más calurosos de aquel verano. En las habitaciones que caían al Mediodía era imposible parar, porque faltaba el aire respirable. Donde quiera que daba el sol, el ambiente seco, quieto y abrasado tostaba.
Trabajo, poco, y un calor de infierno que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca. La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritces y San Sebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito!
En tanto que un sol abrasador tostaba las llanuras circunvecinas, algunas benéficas nubes, posándose sobre la cima de las montañas, habian operado un cambio total en el aspecto de la naturaleza. Los árboles se cubrian de un tierno follage y de diversidad de flores; la campiña desplegaba lujosamente sus primorosos ropages.
Palabra del Dia
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