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La fina membrana, blanca, suavísima, iba en pocos minutos de la rodilla de la buñolera, de la servilleta nivea, a la sartén hirviente; chillaba la manteca al apoderarse de la masa, la cual se esponjaba en mil ampollas, y a poco salía el buñuelo incitante y tentador, aunque despidiendo cierta fragancia empalagosa.

Por ti y tus vicios estoy empeñada en más miles que pesas, trapalón, y cuando toquen a embargar, la viuda de Peribáñez el de Candelario tendrá que ponerse al buñuelo, a la castaña, al aguardiente o al mondongo.... Sacados te vea yo los ojos, hi de mujer mala.

Estoy harto de decírselo todos los días. Y nada; como si se lo dijera a este mármol. Señores, yo les juro que he examinado una por una todas las cifras, y créanmelo, parece mentira que ese buñuelo haya salido de las oficinas de Hacienda. Pero nada... no lo quieren entender».

Ramiro se retiró orgulloso del secreto que acababa de sorprender; pero no tardó en advertir que los alguaciles que caían al figón presenciaban a menudo aquellos ritos diabólicos, y que el Nazareno los cohechaba con solo un rubio y chispeante buñuelo, recién sacado de la sartén. Ramiro acabó por atraer la atención. Le hablaron en algarabía y no pudo contestar.

Y si la humanidad colectiva anda tan reacia en nacer, yo recelo que la superhumanidad triunfante siga en gestación doble tiempo, y sólo salga a luz, no ya dentro de ciento cuarenta siglos, sino dentro de trescientos, si para entonces no ha tenido nuestro planeta algún mal encuentro o tropiezo en la amplitud del éter por donde voltea y va valsando, o si no le falta agua porque se combine la que hay con sustancias sólidas, o si no se enfría y apaga su fuego interior, o si, a fuerza de rodar, no acaba por agujerearse y por tomar forma de buñuelo o de anillo, como el de Saturno.

Y sin embargo, ¿cuán de otro modo que el esponjado buñuelo sabe por ejemplo, el piñonate o la crocante empanadilla, que con tan grato crujidito se desmorona entre los dientes? No se limitaba Teletusa a freír masa y a filosofar sobre la fritura. Más alegre pasatiempo solía proporcionar casi de diario y particularmente cuando el tiempo era muy bueno, a sus dichosos compañeros de navegación.

Ni se comía un buñuelo ni escamoteaba un ochavo. Nadie le enseñó matemáticas y, sin embargo, para dar las vueltas de la moneda era más listo que un cambista.

En torno, gente que pasaba mirándoles de reojo y barruntando trapicheo; algún chico parado, con los libros sujetos entre las piernas, ocupados dientes y manos en el aceitoso buñuelo; al fondo, los soportales de la Plaza esfumados en la neblina temprana; las mulas del tranvía despidiendo del cuerpo nubes de vaho; la atmósfera húmeda, impregnada del olor al café que un mancebo tostaba ante una tienda; el ambiente sucio, como si en él se condensaran los soeces ternos y tacos de los carreteros; las piedras resbaladizas, y en el centro del jardinillo, descollando sobre un macizo de arbustos amoratados por los hielos, la estatua del pobre Felipe III, con el cetro y los bigotes acaramelados por la escarcha.