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Actualizado: 3 de junio de 2025
Quevedo se enjugó las lágrimas con el envés de la mano, y luego escribió con mano firme al fin del testamento: «No pudiendo permanecer en Madrid, del que salgo esta noche, delego las facultades que en este testamento se me otorgan, en el ilustrísimo señor Fray Luis de Aliaga, inquisidor general, archimandrita del reino de Nápoles, del consejo de Estado, confesor de su majestad el rey nuestro señor, que conmigo firma aceptando.
Eran las primeras que derramaba después de casada, pues las que había vertido cuando sus hijos tenían alguna enfermedad grave eran lágrimas de otra clase. Y lo peor de todo era que estaba perdida... Si a las tres de la tarde no entraba en casa del inquisidor, dinero en mano... El tal la esperaría hasta las tres, hasta las tres, ni un minuto más.
Siquiera por el singular contraste que en aquel parage ofrecian la ominosa fortaleza, donde el falso celo religioso habia perpetrado por obra del malvado Luzero tantos crímenes horrendos , y aquella sagrada palestra, donde el verdadero amor de Jesucristo habia recogido tantas celestiales palmas; por esto solo parece que debieran los hijos de Córdoba haber mantenido con esmero aquel edificio libre de la devoradora carcoma de las cárceles, conservando en él hasta los muebles del tiempo del pérfido inquisidor: é intacto el sencillo monumento que la piedad discreta, generosa y tierna de Ambrosio de Morales, consagró á la legion de mártires que desde aquella esplanada se habia elevado triunfante al Empíreo .
El hombre sería el habitante de la España nueva; pero antes tenían que evolucionar mucho los actuales pobladores del país, dignos descendientes del inquisidor, educados por él en el desprecio á la vida humana, en la facilidad de inmolarla como holocausto á las creencias. ¿De qué se quejaban los que mañana serían víctimas, si ellos habían envenenado el alma de un pueblo, formándolo durante siglos á su imagen y semejanza?...
Vamos dijo , estos son asuntos del inquisidor general. ¿Pero y mis asuntos? aquel Cosme Aldaba metido en las cocinas... y había en mi casa un no sé qué... yo estoy en ascuas... ¡y cuánto tarda el padre Aliaga! ¡Dios mío!
Nada más quiso oír el gran inquisidor de Felipe II; agarrándose la cabeza gritó: ¡Una hereje en el trono de Carlos V! ¡Una hechicera, llamada Ena, usurpando la corona de Isabel de Castilla! ¡Oh Dios mío, apiádate de tu desgraciada España, apiádate de tu desgraciada ahora y otrora tan fiel y gloriosa España! Y se retiró a su aposento con lágrimas en los ojos y fuego en los labios.
Después que la cerró, se levantó, pero se detuvo y volvió á sentarse y sacó otro papel y escribió otra carta. Aquella carta era para el padre Aliaga. Decía así, después de la indispensable cruz y de las iniciales de la sacra familia: «Ilustrísimo y excelentísimo señor inquisidor general: He recibido la carta en que vuestra excelencia ilustrísima tiene la bondad de reprenderme.
Entrad, amigo, entrad; vos sabéis si altas personas me tienen ocupado. Ya lo creo; espera á su merced el inquisidor general. Palideció levemente Luisa. ¿Y has estado también esta noche con el señor inquisidor general? Sí, hija mía, sí, y con otros señores, en gravísimos asuntos que no son para comunicados á mujeres. No, no; ni yo pretendo saberlos dijo Luisa ; yo había creído... Has creído mal.
El único que no le hiciera manifestación alguna de simpatía era la efigie de un dominico, fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Felipe II. La adusta rigidez de este fraile, que permanecía tal cual fuera pintado hacía siglos, infundió a Pablo todavía mayor temor que las sonrisas y los movimientos de las demás figuras...
Decía así en la primera: «Este santo tribunal de la Inquisición contra la perversidad de los herejes en los reinos de España tuvo principio en Sevilla en 1481, ocupando la silla apostólica Sixto IV, quien la concedió á instancia de Fernando V é Isabel, que reinaban en dichos reinos. Fué el primer inquisidor general Fr.
Palabra del Dia
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