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Actualizado: 9 de julio de 2025


Dejó uno de cada color en el suelo, y tomando el otro azul se lo mostró al perro, ordenándole que recogiese del suelo el compañero. ¡Caso extraño! Este acto tan sencillo como inofensivo despertó profunda indignación en el ánimo de Clavel. Gruñó, ladró, se revolvió como un loco por la habitación.

Era en el fondo un muchacho excelente, tranquilo, amable, inofensivo: si había cometido aquella vileza fue solamente por instigación de la planchadora. A los pocos días, arrepentido sin duda, procuró hacer las paces con Miguel; éste, que no era rencoroso, le perdonó fácilmente y le aceptó por amigo: en poco tiempo llegaron a ser íntimos.

Su frase de despedida era siempre la misma: «¡Una noche me quedo!». Ella le recibía con la sonrisa en los labios, fina, cortés, sin asomo de desconfianza, completamente segura de que aquel perdido era inofensivo. ¿Ni cómo sospechar de él, si una de las cosas que hizo fue aumentarle considerablemente la renta en tres o cuatro operaciones bursátiles.

Ni el Tenorio de suburbio que no se modifica; que se viste hoy como ayer, con abalorios de altar mayor y prendas de precio fijo; sano, insulso, inofensivo, olvidado por los buenos y mortificado por los que todavía creen que es de buen tono zaherir o burlarse de los inocentes.

El sastre Balmisa, el director y redactores de La Aurora, y demás correligionarios pertenecientes a la clase media baja intelectual, tomaban a broma a Belarmino y le calificaban de chiflado. El clero y las familias piadosas le reputaban como un loco, aunque generalmente inofensivo, en ocasiones peligrosísimo y de más cuidado que todos los otros republicanotes.

Pero como es difícil mantenerse siempre en un justo medio inofensivo, y más poseyendo el carácter fanfarrón de nuestro majo, sucedió que otra noche, sin darse cuenta, se le fué la lengua y soltó una impertinencia. Soledad esta vez no se contentó con mirarle, sino que exclamó con acento amenazador: ¡Cuidado! Volvió á echarlo á broma Velázquez, y le dijo algunas frases cariñosas para desagraviarla.

No obstante, con la apariencia de hombre cortés e inofensivo, guardaba en el fondo de su alma un fondo satírico que le servía para vengarse lindamente, con alguna frase incisiva y oportuna, de las demasías de sus amiguitos los sietemesinos del Club. Estos le profesaban una mezcla de afecto, desprecio y miedo. Nadie conocía su procedencia, aunque se daba por seguro que había nacido en humilde cuna.

Yo sostengo lo mismo que el general. El dúo estuvo muy mal cantado dijo con calma provocativa Cobo. ¡Qué importa que sostengas uno u otro! exclamó ya fuera de Maldonado . ¡Si no conoces una nota de música! ¡Alto! Tengo más derecho a hablar de música, puesto que no cencerreo como el piano. Por lo menos soy un ser inofensivo.

La misma envidia le impulsó á buscar quimera al inofensivo boticario. Hubo muchos gritos y algunos pescozones. Pero el recaudador, que andaba ya cerca del período heroico, separó con toda la energía de sus músculos á los contendientes, aunque al hacerlo el exceso mismo de su energía, sin duda, le hizo dar con el cuerpo en el suelo.

Tardó bastante el capellán en dormirse. Recapacitaba en sus terrores y concedía su ridiculez; prometíase vencer aquella pusilanimidad suya; pero duraba aún el desasosiego: la impulsión estaba comunicada y almacenada en sinuosidades cerebrales muy hondas. Apenas le otorgó sus favores el sueño, vino con él una legión de pesadillas a cual más negra y opresora. Empezó a soñar con los Pazos, con el gran caserón; mas, por extraña anomalía propia del estado, cuyo fundamento son siempre nociones de lo real, pero barajadas, desquiciadas y revueltas merced al anárquico influjo de la imaginación, no veía la huronera tal cual la había visto siempre, con su vasta mole cuadrilonga, sus espaciosos salones, su ancho portalón inofensivo, su aspecto amazacotado, conventual, de construcción del siglo XVIII; sino que, sin dejar de ser la misma, había mudado de forma; el huerto con bojes y estanque era ahora ancho y profundo foso; las macizas murallas se poblaban de saeteras, se coronaban de almenas; el portalón se volvía puente levadizo, con cadenas rechinantes; en suma: era un castillote feudal hecho y derecho, sin que le faltase ni el romántico aditamento del pendón de los Moscosos flotando en la torre del homenaje; indudablemente, Julián había visto alguna pintura o leído alguna medrosa descripción de esos espantajos del pasado que nuestro siglo restaura con tanto cariño. Lo único que en el castillo recordaba los Pazos actuales era el majestuoso escudo de armas; pero aun en este mismo existía diferencia notable, pues Julián distinguía claramente que se habían animado los emblemas de piedra, y el pino era un árbol verde en cuya copa gemía el viento, y los dos lobos rapantes movían las cabezas exhalando aullidos lúgubres. Miraba Julián fascinado hacia lo alto de la torre, cuando vio en ella alarmante figurón: un caballero con visera calada, todo cubierto de hierro; y aunque ni un dedo de la mano se le descubría, con el don adivinatorio que se adquiere soñando, Julián percibía al través de la celada la cara de don Pedro. Furioso, amenazador, enarbolaba don Pedro un arma extraña, una bota de acero, que se disponía a dejar caer sobre la cabeza del capellán.

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