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Tendió la vista por la sala y pudo contemplar, desde luego, el Madrid heterogéneo de siempre, en que la virtud y el vicio se mezclan en amigable consorcio, representando la historia eterna de la manzana podrida que comunica a las sanas su podredumbre y sus gusanos, sin tomar de ellas ni el sabor exquisito, ni la fragancia saludable; la indecorosa y dañina mescolanza de grandes nombres y grandes vergüenzas, honras sin tacha y reputaciones escandalosas, revestidas todas con el mismo brillante barniz de formas elegantísimas, barajadas y confundidas por el mismo apetito ciego de placeres, por los mismos impulsos necios de vanidad, por el mismo afán irresistible de sacudir el ocio, de distraer el tedio, espantosa y continua tentación de los grandes y de los ricos, que les arrastra a todas sus extravagancias y les lleva a todos sus extravíos.

Tardó bastante el capellán en dormirse. Recapacitaba en sus terrores y concedía su ridiculez; prometíase vencer aquella pusilanimidad suya; pero duraba aún el desasosiego: la impulsión estaba comunicada y almacenada en sinuosidades cerebrales muy hondas. Apenas le otorgó sus favores el sueño, vino con él una legión de pesadillas a cual más negra y opresora. Empezó a soñar con los Pazos, con el gran caserón; mas, por extraña anomalía propia del estado, cuyo fundamento son siempre nociones de lo real, pero barajadas, desquiciadas y revueltas merced al anárquico influjo de la imaginación, no veía la huronera tal cual la había visto siempre, con su vasta mole cuadrilonga, sus espaciosos salones, su ancho portalón inofensivo, su aspecto amazacotado, conventual, de construcción del siglo XVIII; sino que, sin dejar de ser la misma, había mudado de forma; el huerto con bojes y estanque era ahora ancho y profundo foso; las macizas murallas se poblaban de saeteras, se coronaban de almenas; el portalón se volvía puente levadizo, con cadenas rechinantes; en suma: era un castillote feudal hecho y derecho, sin que le faltase ni el romántico aditamento del pendón de los Moscosos flotando en la torre del homenaje; indudablemente, Julián había visto alguna pintura o leído alguna medrosa descripción de esos espantajos del pasado que nuestro siglo restaura con tanto cariño. Lo único que en el castillo recordaba los Pazos actuales era el majestuoso escudo de armas; pero aun en este mismo existía diferencia notable, pues Julián distinguía claramente que se habían animado los emblemas de piedra, y el pino era un árbol verde en cuya copa gemía el viento, y los dos lobos rapantes movían las cabezas exhalando aullidos lúgubres. Miraba Julián fascinado hacia lo alto de la torre, cuando vio en ella alarmante figurón: un caballero con visera calada, todo cubierto de hierro; y aunque ni un dedo de la mano se le descubría, con el don adivinatorio que se adquiere soñando, Julián percibía al través de la celada la cara de don Pedro. Furioso, amenazador, enarbolaba don Pedro un arma extraña, una bota de acero, que se disponía a dejar caer sobre la cabeza del capellán.

Allí todo era cuestión de dinero. Teniéndolo, se hallaba desde la pieza lujosamente amueblada, hasta el tugurio infame, donde podía gozarse de las comodidades de un catre de los muchos que, en fila y pegados unos a otros, contenía un pequeño cuarto de madera, y desde el vino y los manjares exquisitos, hasta las sobras de éstos, barajadas en un champurriao indescifrable, y que podía remojarse con el agua turbia del aljibe, donde viboreaban los pequeños gusanitos rojos, descendientes quién sabe de qué putrefacción y cuyos movimientos rápidos y variados podían servir de diversión al ánimo preocupado.

A las once, el calor y la afluencia de gente hacían ya insoportable la estancia e imposible el tránsito por los salones del marqués de Butrón: hallábanse abiertas de par en par cuantas puertas y ventanas había en la casa, y más que concurso de gentes, parecía aquello un confuso revoltijo de joyas, plumas, flores, telas vistosísimas y mujeres medio desnudas, entre las que se destacaban las manchas oscuras de los hombres, revolviéndose entre ellas sofocados y sudorosos, como un enjambre de gusanos negros que hubiera fermentado aquella compacta masa de mundo, demonio y carne... En el gabinete más próximo al vestíbulo, el marqués y la marquesa de Butrón recibían a sus convidados, viendo desfilar con la misma amable sonrisa grandes nombres y grandes vergüenzas, inocencias completas y malicias refinadas, honras sin tacha y reputaciones escandalosas, barajadas y confundidas en aquella casa, sin disputa alguna noble y honrada, por la impúdica y funesta tolerancia de las grandes sociedades modernas.