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Actualizado: 12 de julio de 2025


Arrancan de la tierra, rodeados de palacios, sus cuatro pies de hierro: se juntan en arco, y van ya casi unidos hasta el segundo estrado de la torre, alto como la pirámide de Cheops: de allí fina como un encaje, valiente como un héroe, delgada como una flecha, sube más arriba que el monumento de Washington, que era la altura mayor entre las obras humanas, y se hunde, donde no alcanzan los ojos, en lo azul, con la campanilla, como la cabeza de los montes, coronado de nubes.

Doña Anuncia y doña Águeda habían quedado en el estrado, casi a obscuras, suspirando, rodeadas de algunos amigos y amigas, quizá los mismos que les dieran en otra ocasión aquel pésame por la muerte civil de don Carlos. Y ella va contenta decía el barón. ¡Uf! Ya lo creo. La juventud es ingrata... Señores, que va a arrancar, desapartarse gritó el zagal de la diligencia. Y partió el coche.

Habituados a jugar la vida a cada instante, a los triunfos fáciles en amor, al amparo de su maravilloso prestigio en América, el antagonismo no se concretaba a la reputación militar, sino que revestía sus formas más irritantes en el estrado donde la limeña hacía brillar sus ojos tras el abanico de encaje.

Doña Inés se quedaba entonces sola en su estrado o en su despacho, ya haciendo cuentas, ya entregada a sus oraciones, ya leyendo algún libro de devoción o de historia. El cacique don Andrés y otros personajes importantes del lugar no venían de visita o de tertulia sino por la noche.

Y a estotra parte estaba el estrado de las señoras, sobre una estera de esparto, de retorno del ivierno pasado; tan remendados todos y todas, que parece que les habían cortado de vestir de jaspes de los muladares. Y entrando don Cleofás y su compañero y diciendo una pobra, fué todo uno. «Ya viene el Diablo Cojuelo», alteróse don Cleofás y dijo a su camarada: Juro a Dios que nos han conocido.

3 No entraré en la morada de mi casa, ni subiré sobre el lecho de mi estrado; 4 no daré sueño a mis ojos, ni a mis párpados adormecimiento, 5 hasta que halle lugar para el SE

En la muralla que rodea el campo de los penados se apoyaba un pequeño edificio en cuya puerta se leía, en letras negras y rojas, estas palabras: Pretorio disciplinario. Era el tribunal ante el que comparecían los indisciplinados para responder de sus fechorías. Un estrado y unos cuantos bancos guarnecían la sala, cuyas paredes estaban tendidas de cal.

El acto había estado brillantísimo; en el fondo del salón ocupaban un estrado, ricamente dispuesto, los cien alumnos del colegio, con sus uniformes azules y plata, agitados todos por la emoción, buscando con los ojillos inquietos, arreboladas las mejillas y el corazón palpitante, entre la muchedumbre que llenaba el local, al padre, a la madre, a los hermanos que habían de ser testigos y partícipes del triunfo.

En su estrado estaba doña Mencía, sola y entregada a sus rezos, en una hermosa mañana del mes de Abril, cuando su doncella Leonor entró precipitadamente, asustada y llorosa, y se echó a sus pies pidiendo perdón y refugio. Yo no tengo la culpa, señora; yo no tengo la culpa. Mi padre se enoja contra , y quiere matarme sin justo motivo.

En el sillón de la izquierda se sentaba otro príncipe español, Don Jaime, quien lejos de parecer aburrido como su compañero, mostraba gran interés en cuanto le rodeaba y acogía con sonrisas y saludos á los caballeros ingleses y gascones. Cerca de ambos y sobre el mismo estrado ocupaba también un sitial más bajo el famoso Príncipe Negro, Eduardo, hijo del soberano de Inglaterra.

Palabra del Dia

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