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Hay que tener perseverancia y fe, esperar á que la libertad sus frutos y no condenarla desde el primer día. ¿No sería loco el que plantando un árbol le arrancara desesperado al ver que no echaba raíces, crecía y daba flores y frutos al primer día?" Es probable que el militar no empleara estos mismos términos; pero es seguro que las ideas eran las mismas.

Si todos convienen en que yerra y está seguro de que no se chancean, sentirá vacilar por un momento la fe en el testimonio de la vista, se acercará al objeto, se colocará en otra posicion, ó empleará el medio que mejor le parezca para cerciorarse de que no se engaña.

En cuanto a disculpar las aficiones artísticas del marido y su trato con los cantantes, nada más fácil. ¿No era él músico también? ¿Y qué tenía de particular que, en saliendo de casa, empleara sus ocios en cultivar la amistad de aquellos excelentes señores que sabían tanta música, eran de tan fino trato y no se parecían a los envidiosos del pueblo, espíritus limitados, estrechísimos, monótonos, inaguantables?

Hicieron cabeza Juan Bautista Doria, genovés, y Antonio de Olivera, castellano, Gobernador que fué del castillo de la isla después de la muerte del Maestre de campo Barahona. Por último, muerto Solimán, instó el Rey D. Felipe á Carlos IX de Francia para que empleara su influencia en favor de la soltura de Sande.

Visita encogía los hombros. «No se explicaba aquello. ¡Qué mujer era Ana! Ella estaba segura de que Álvaro le parecía retebién, Álvaro seguía su persecución con gran maña, lo había notado, ella le ayudaba, Paquito le ayudaba, el bendito D. Víctor ayudaba también sin querer... y nada. Mesía preocupado, triste, bilioso, daba a entender, a su pesar, que no adelantaba un paso. ¿Andaría el Magistral en el ajo?». Visita se impuso la obligación de espiar la capilla del Magistral; se enteró bien de las tardes que se sentaba en el confesonario, y se daba una vuelta por allí, mirando por entre las rejas con disimulo para ver si estaba la otra. Después averiguó que la habían visto confesando por la mañana a las siete. «¡Hola! allí había gato». No presumía la del Banco las atrocidades que se le habían pasado por la imaginación a Mesía; no pensaba, Dios la librara, que Ana fuera capaz de enamorarse de un cura como la escandalosa Obdulia o la de Páez, tonta y maniática que despreciaba las buenas proporciones y cuando chica comía tierra; Ana era también romántica (todo lo que no era parecerse a ella lo llamaba Visita romanticismo), pero de otro modo; no, no había que temer, sobre todo tan pronto, una pasión sacrílega; pero lo que ella temía era que el Provisor, por hacer guerra al otro las razones de pura moralidad no se le ocurrían a la del Banco empleara su grandísimo talento en convertir a la Regenta y hacerla beata. ¡Qué horror! Era preciso evitarlo. Ella, Visita, no quería renunciar al placer de ver a su amiga caer donde ella había caído; por lo menos verla padecer con la tentación. Nunca se le había ocurrido que aquel espectáculo era fuente de placeres secretos intensos, vivos como pasión fuerte; pero ya que lo había descubierto, quería gozar aquellos extraños sabores picantes de la nueva golosina. Cuando observaba a Mesía en acecho, cazando, o preparando las redes por lo menos, en el coto de Quintanar, Visitación sentía la garganta apretada, la boca seca, candelillas en los ojos, fuego en las mejillas, asperezas en los labios. «

Entonces Tres Pesetas alzó la vara sobre el viejo; los demás se dispusieron á acometerle, y fué preciso que el militar empleara todas sus fuerzas y todo su prestigio para impedir un mal desenlace. "Diga usted ¡viva la Constitución!" ¡No! repitió Elías. Y como si recibiera inspiración del cielo, en un arrebato de supremo valor exclamó: "¡Muera!"

Entonces Rosalía, como para impedirle la molestia de ir a la mesa, le quitó de las manos el cajoncillo, y en el breve tiempo que empleara para colocarlo en su sitio, supo introducir los papeluchos que, cuando se pasase revista de presente, debían responder por los que se habían ido a otra parte.

Fina y correcta como su esposo, elegante por naturaleza y educación, desdeñosa como él para con las gentes vulgares y ordinarias, la señora doña Gabriela poseía el rarísimo don de hacerse amar de todos, sin que para ello empleara lisonjas y lagoterías. Lujosa sin ostentación, elegante sin pretender atraerse las miradas de los demás, fina sin charla zalamera, para todos tenía una palabra cariñosa.

Asensio era graciosísimo hablando castellano; no había palabra que empleara bien. Siempre que tenía que decir andamos, decía andemos; y al contrario, empleaba vaiga por vaya, y hagáis por haced. La conversación entre el conde de Haussonville y Asenchio Lapurrá era de lo más dislocada y pintoresca. Si aquí hubiera un buen quenerral decía Haussonville la querra estaba resuelta.