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Y al que cogían la martirizaban. ¡Pse! Nosotros tamíen algunos matemos. Martín se reía a carcajadas con las explicaciones de Asenchio Lapurrá. Después de comer en la posada, Martín, el extranjero, Iceta, Haussonville y Asensio fueron a un café de la plaza, donde estuvieron hablando.

¡Pobre país! dijo el extranjero . ¡Cuánta brutalidad! ¡Cuánto absurdo! ¿Se acuerda usted del pobre Haussonville que conocimos en Estella? . Murió fusilado. ¿Y del Corneta de Lasala y de Praschcu que fueron de los que nos persiguieron cerca de Hernani? . Esos dos habían salvado al cabecilla Monserrat de la muerte. ¿Sabe usted quién los ha fusilado? ¿Pero los han fusilado?

Asensio era graciosísimo hablando castellano; no había palabra que empleara bien. Siempre que tenía que decir andamos, decía andemos; y al contrario, empleaba vaiga por vaya, y hagáis por haced. La conversación entre el conde de Haussonville y Asenchio Lapurrá era de lo más dislocada y pintoresca. Si aquí hubiera un buen quenerral decía Haussonville la querra estaba resuelta.

Había ejercicios espirituales en la iglesia de San Juan, y una porción de beatos y de oficiales carlistas iban a la iglesia. ¡Qué país! dijo Haussonville la gente no hace más que ir a la iglesia. Todo es para el señor cura: las buenas comidas, las buenas chicas... Aquí no hay nada que hacer, todo para el señor cura.

Y siempre, siempre, poco decía Haussonville, levantando los brazos al cielo. Iceta era un aventurero. Había estado al principio en la guerra, luego se fué a una república americana, tomó parte en una revolución y después, expulsado de allí por rebelde, volvía al ejército carlista, en donde estaba ya violento y deseando marcharse. Este mote lo debía Asensio a haber sido consumero en su pueblo.

Vieron el extranjero y Martín las otras iglesias del pueblo, la Peña de los Castillos y la parroquia de Santa María, y volvieron a comer. Afortunadamente, el viejecillo antipático no se sentaba a la mesa y en cambio estaban un legitimista francés, el conde de Haussonville, de la legación extranjera, y un joven comandante carlista llamado Iceta. El conde de Haussonville fué la alegría de la mesa.

Iceta y Haussonville contemplaban con desprecio aquel tropel de gente que se encaminaba hacia la iglesia. ¡Bestias! exclamaba Iceta dando puñetazos en la mesa . No quisiera más que poder ametrallarlos. El francés murmuraba como diciéndoselo a mismo: ¡España! ¡España! ¡Jamais de la vie! Mucha hidalguía, mucha misa, mucha jota, pero poco alimento.

Pueda, pueda que contestaba Asensio. No saben manecar un grande equercito, amigo Asensio. Si supieseis de tática, otra cosa sería. Martín y el extranjero intimaron con Haussonville, con Iceta y con Asenchio Lapurrá y se rieron a carcajadas con los mil quidprocuos que resultaban en la conversación del francés y del vasco.

El conde, hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, derecho, rubio, hablaba en un castellano grotesco. Lo verdaderamente gracioso de Haussonville era su apetito voraz. Todo lo que le daban de comer no le servía más que de aperitivo.