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Y siempre, siempre, poco decía Haussonville, levantando los brazos al cielo. Iceta era un aventurero. Había estado al principio en la guerra, luego se fué a una república americana, tomó parte en una revolución y después, expulsado de allí por rebelde, volvía al ejército carlista, en donde estaba ya violento y deseando marcharse. Este mote lo debía Asensio a haber sido consumero en su pueblo.

Vieron el extranjero y Martín las otras iglesias del pueblo, la Peña de los Castillos y la parroquia de Santa María, y volvieron a comer. Afortunadamente, el viejecillo antipático no se sentaba a la mesa y en cambio estaban un legitimista francés, el conde de Haussonville, de la legación extranjera, y un joven comandante carlista llamado Iceta. El conde de Haussonville fué la alegría de la mesa.

Y al que cogían la martirizaban. ¡Pse! Nosotros tamíen algunos matemos. Martín se reía a carcajadas con las explicaciones de Asenchio Lapurrá. Después de comer en la posada, Martín, el extranjero, Iceta, Haussonville y Asensio fueron a un café de la plaza, donde estuvieron hablando.

Pueda, pueda que contestaba Asensio. No saben manecar un grande equercito, amigo Asensio. Si supieseis de tática, otra cosa sería. Martín y el extranjero intimaron con Haussonville, con Iceta y con Asenchio Lapurrá y se rieron a carcajadas con los mil quidprocuos que resultaban en la conversación del francés y del vasco.

Iceta y Haussonville contemplaban con desprecio aquel tropel de gente que se encaminaba hacia la iglesia. ¡Bestias! exclamaba Iceta dando puñetazos en la mesa . No quisiera más que poder ametrallarlos. El francés murmuraba como diciéndoselo a mismo: ¡España! ¡España! ¡Jamais de la vie! Mucha hidalguía, mucha misa, mucha jota, pero poco alimento.