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Actualizado: 28 de junio de 2025
Estoy indignado, me siento infeliz, y justamente, voy, dentro de un momento, a presentarme ante el público en el Colegio de Francia. ¡Bonita preparación para una lección de apertura! Me arde la cabeza. El mismo día, 6 de la tarde. No quiero cerrar esta carta sin decirte que mi lección ha salido muy bien a pesar de mis disgustos y del cansancio de mi cerebro.
Cecilia era su paño de lágrimas, su confidente en todos los disgustos matrimoniales. Nunca dejaba de recibir de su boca algún útil consejo, algunas palabras consoladoras que calmaban sus fuertes y repentinos enojos.
Respecto a que Tirso diese margen a disgustos de otra índole, por proponerse la conversión de la familia o emprender campaña para despertar su fervor religioso, nada receló: antes era de temer, según el carácter que el cura demostraba, algún rasgo de intolerancia, exceso de celo o frase áspera que turbara la tranquilidad del hogar, porque la falsa circunspección que Tirso observaba oyendo comentar noticias de la guerra se parecía mucho al disimulo.
Para él, la moderación del carácter feroz de su consorte era cuestión de algunas libras de sal de Inglaterra, medicamento que, dada la fe que tenía en sus efectos, le hubiera evitado mil disgustos, restableciendo por un instante la tranquilidad del hogar.
Por otra parte, hija mía, ¿cuántos disgustos, desvelos y cuidados no vendrán sobre ti con el matrimonio? Quiero prescindir de que tu marido acaso sería pobre; y si era también torpe y holgazán, tendrías que matarte trabajando para mantenerle; y quiero prescindir de los sobresaltos y penas que te darían tus hijos, si los tenías.
Pero, en cambio, era curioso y antojadizo, y nunca satisfizo un capricho de los muchos que le provocaban el aspecto y baratura de las mil trivialidades que veía en los escaparates de las tiendas, sin que al tomar el cambio de una moneda no recibiera un par de ellas falsas, monedas que, al entregarlas más tarde en otros establecimientos, le costaban serios disgustos.
Al principio supo disimular sus defectos; pero ahora apenas si se digna responderme. Tiene un humor áspero y sombrío. Casi estoy por creer, cuando reflexiono respecto de su conducta arrogante, que me mira como su sirviente. Para protegerla contra la condesa, me expongo de la mañana a la noche a sufrir altercados y disgustos... ¡Y ser recompensado por un frío desdén!
Una verdadera vocación no se me habría pasado con la muerte de mamá, ni con los disgustos que se juntaron encima. Y procuró convencerla de que aquello había sido una pura ingenuidad, un idealismo, por el pensamiento de que fuera de Dios nadie podría enamorarla nunca. Por otra parte el amor ella estaba segura sólo hubiera venido para su perdición.
Pase usted, señor don Elías exclamó ella con su unción acostumbrada; pase usted: aquí estoy suplicando por amor de Dios á su sobrino que no le dé más disgustos. ¡Oh! Pero él se va arrepintiendo ya de los errores de su juventud. ¿Qué extraño es que la juventud peque, entregada á sí misma, sola por espinosos caminos? Le estoy recomendando la moderación, la cortesía, la prudencia.
Adiós, vida mía; no te enfades porque no te repita mil veces que te quiero. En decirte mis disgustos se me ha ido el rato. No tengo tiempo para más; pero ya sabes que te adora tu amantísimo, ¿Tardaréis muchos días en volver? ¿Cómo ha encontrado tu padre el distrito? ¿Esperas que a tu regreso podamos vernos con frecuencia?
Palabra del Dia
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