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Actualizado: 26 de mayo de 2025


¡Pero, silencio! aquí están las banderillas de fuego, ¡oh! ¡oh!... retrocedes hacia la barrera escarbando la tierra y lanzando aullidos terribles. ¿Qué será, pues, hijo mío, cuando ese bravo chulillo ¡que la Virgen proteja! te hunda en el pecho esas largas flechas adornadas de flores y cubiertas de cohetes y petardos que se encienden como por encantamiento? ¡Toma! ¿no lo decía yo?... ¡Por el alma de mi padre!... ¡el chulillo está destripado! ¡Jesús! ¡magnífica cornada!

Pequeño, negruzco y de pobre musculatura, una cicatriz tortuosa y mal unida cortaba cual blancuzco garabato su cara arrugada y flácida de viejo. Era una cornada que le había dejado casi muerto en la plaza de un pueblo, y a esta herida atroz había que añadir otras que desfiguraban las partes ocultas de su cuerpo.

Heridas, muchas heridas añadía con sencillez . He perdido de cuenta los hospitales que llevo conocidos en tres años, los viajes que he hecho por Francia en vagones de la Cruz Roja. Cuando no morimos del primer golpe, somos como caballos de corrida de toros. Nos arreglan el pellejo fuera del redondel, nos fortalecen un poco, y otra vez á la plaza, hasta que recibamos la cornada final.

Los toreros le hablaban como a un padre; él los tuteaba a todos, y bastaba un telegrama llegado de cualquier punto extremo de la Península, para que al momento el buen doctor tomase el tren y fuese a curar la cornada recibida por uno de sus «chicos», sin más esperanza de recompensa que lo que buenamente quisieran darle.

Quedaban con las entrañas colgando y eran sometidos en los corrales á una rápida cura, para volver á salir á la arena enardecidos por falsas energías. Repetidas veces aguantaban esta recomposición macabra, hasta que al fin llegaba la última cornada, la definitiva... Los hombres recién curados evocaban en ella la imagen de las pobres bestias.

La muchedumbre estaba inmóvil, en un silencio de terror. Aproximábase en loco galope y entre nubes de polvo todo el grupo de acosadores, agrandándose los jinetes al compás de los saltos. El auxilio iba a llegar tarde. Escarbaba el toro el suelo con sus patas delanteras, bajaba el testuz para acometer a la figurilla audaz que seguía amenazándole con la lanza. Una simple cornada, y desaparecía.

Gallardo, luego de poner un duro en su seca mano, pugnaba por huir de esta charla, que comenzaba a temblar con estremecimientos de llanto. ¡Maldita bruja! ¡Venir a recordarle en día de corrida al pobre Lechuguero, camarada de los primeros años, al que había visto morir casi instantáneamente de una cornada en el corazón en la plaza de Lebrija, cuando los dos toreaban como novilleros! ¡Vieja de peor sombra!... La empujó, y ella, pasando del enternecimiento a la alegría con una inconsciencia de pájaro, prorrumpió en requiebros entusiastas a los mozos valientes, a los buenos toreros que se llevan el dinero de los públicos y el corazón de las hembras.

Había que ocuparse ahora de los pies, y despojó al lidiador de sus calcetines, dejándole sin más ropas que una camiseta y unos calzones de punto de seda. La recia musculatura de Gallardo marcábase bajo estas ropas con vigorosas hinchazones. Una oquedad en un muslo delataba la profunda cicatriz, la carne desaparecida bajo una cornada.

No morirá usted de cornada de burro, pero puede morir de topetada de negro. Esté sobre aviso. Pedro Lobo quedó bramando de coraje. Hallaba ridículo que le amenazasen con la carnerada, y más ridículo aún que él la temiese. Pedro Lobo, no obstante, la temía, aunque trataba de disipar el temor y de ocultarle a su propia conciencia.

Pero transcurría el tiempo sin que las profecías se cumpliesen. El héroe caía víctima de una cornada mortal, sin otro responso de gloria que cuatro líneas en los periódicos, o se «achicaba» tras una cogida, quedando convertido en uno de tantos paseantes que exhiben la coleta en la Puerta del Sol aguardando imaginarias contratas.

Palabra del Dia

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