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Desde hacía mucho tiempo, no se había visto semejante fiesta; el toro, aún excitado por su triunfo, daba saltos espantosos, se encarnizaba contra los restos sangrientos del matador y del chulillo, y los jirones de aquellos desgraciados caían sobre los espectadores.

En aquel momento se presentó un chulillo. ¡Que la Virgen te proteja, hijo mío! ¡y haga el Cielo que tu hermoso traje de raso azul bordado de plata no se tiña de rojo, como la banderola que haces flamear ante los ojos de ese compadre que muge y se irrita!

¡Pero, silencio! aquí están las banderillas de fuego, ¡oh! ¡oh!... retrocedes hacia la barrera escarbando la tierra y lanzando aullidos terribles. ¿Qué será, pues, hijo mío, cuando ese bravo chulillo ¡que la Virgen proteja! te hunda en el pecho esas largas flechas adornadas de flores y cubiertas de cohetes y petardos que se encienden como por encantamiento? ¡Toma! ¿no lo decía yo?... ¡Por el alma de mi padre!... ¡el chulillo está destripado! ¡Jesús! ¡magnífica cornada!

No era un chulillo, porque no agitaba en el aire el ligero velo de seda roja, y su mano no blandía ni la larga lanza del picador, ni la espada de dos filos del matador; no llevaba tampoco ni el sombrero adornado de cintas, ni la redecilla, ni el traje bordado de plata.

¡Bravo, chulillo, tu patrona vela por ti! porque apenas si has tenido tiempo de saltar la barrera para escapar del toro, cuyos ojos comienzan a brillar como carbones ardientes. Pero, paciencia, se ve venir al picador con su larga pica y montado sobre un valiente alazán; un ancho sombrero gris lleno de cintas cubre su cabeza, y lleva polainas y perneras para preservarse de los primeros ataques.