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Actualizado: 22 de junio de 2025


Empezó á registrarse lo mismo que ella, aunque tenía la certeza de que la rebusca era inútil. De pronto sonrió triunfante. Toma el alfiler. Era el de su corbata; una perla famosa, muy admirada por las mujeres, y que no había querido dar nunca, por ser regalo de la princesa Lubimoff. Tuvo que encargarse él mismo de arreglar la rotura de la espalda, suspirando de angustia.

Don Braulio era en el suyo, aunque limpio, harto descuidado. Su levita y su sombrero tenían la forma en moda hacía ocho o diez años. Su corbata negra estaba algo raída, y el cuello de la camisa, recto y sobrado grande, le llegaba casi hasta las orejas. Beatriz se había medio peleado con su marido para obligarle a llevar más bajos los cuellos y a comprar nuevo sombrero y nueva levita.

Y si á dicho contraste se añade el que formaba todo el don Silvestre con su equipaje, al que desaliñaba más y más metiendo los dedos de sus manos entre el pescuezo y la corbata que le molestaba, hasta dejar ésta debajo del cuello de la camisa, dígame el lector qué le pasaría al pobre hombre cuando en semejante arreo se echó á la calle, sin escuchar los consejos del amigote ni las protestas del elegante guía que, sin el miedo de perder su destino, se hubiera negado á acompañarle.

Yo lo veía llegar, avanzando despacio, tranquilo, despreocupado, con su cuello erguido, la cabeza levantada con cierta insolencia de buen tono y con su levita que se caía a pedazos, sus pantalones deshilachados y grasientos y su galera y la corbata y hasta el bastón que llevaba bajo el brazo, lo mismo, y trataba de averiguar, aunque fuera por deducción, el objeto que lo traía diariamente al despacho.

El burgués era un adolescente pálido y desmedrado, un muchacho de dieciséis años, con el traje raído, pero con gran cuello y vistosa corbata; el lujo de los pobres. Temblaba de miedo al enseñar sus pobres manos finas y anémicas, manos de escribiente encerrado a las horas de sol en la jaula de una oficina.

JOAQUÍN. Dispénsenme ustedes, señoritas, que me haya retrasado; pero me han entretenido en el Elíseo, donde yo desayunaba con la delegación del Instituto. RAQUEL. Maestro: no me he acordado de decir a mis compañeras que recibía usted esta mañana, de manos del presidente, la corbata de comendador. Viva emoción.

Era un joven alto, vestido acaso con elegancia demasiado cuidada, según el juego perfecto que hacían la ancha corbata azul oscuro, la camisa finamente rayada de azul claro, el rosado rostro lleno de salud y los vivos ojos grises. La mirada de estos ojos era franca y tenía cierta protectora bondad cuando reía. Toda su persona demostraba cortesanía y dicha de vivir.

Brindóse la dama a regalar a todos la insignia de la nueva orden y envióle a cada uno una preciosa corbata azul de rica seda japonesa, sujeta por un alfiler formado por una gruesa perla, procedentes todas de un magnífico collar que había pertenecido a su madre. El tío Frasquito fue nombrado por aclamación gran maestre de los ilustres caballeros, que tomaron el dictado de Mosqueteros de Currita.

Yo lo tengo en imperdible añadía Amalia Amézaga, señalando a otro marrano no menos lucio, que hozaba entre los encajes de su corbata. ¡Válgame Dios! ¡qué moda más fea! exclamaba Luisa Natal, hermosura próxima al ocaso, y muy atenta a no usar perifollo alguno que su belleza no realzase . Yo no me pondría semejantes bichos; ¡se acuerda uno del mondongo! ¿verdad, condesa?

En la boca dorada de los bolsillos asomaban las puntas de dos pañuelos de seda, rojos como la corbata y la faja. La montera. Garabato sacó con gran cuidado de una caja ovalada la montera de lidia, negra y rizosa, con sus dos borlas pendientes a modo de orejas de pasamanería. Gallardo se cubrió con ella, cuidando de que la moña quedase al descubierto, pendiendo simétricamente sobre la espalda.

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