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Actualizado: 7 de junio de 2025
Andaba con dificultad, pronunciaba torpemente algunas palabras, y el órgano de la visión había vuelto a sus antiguas mañas, alterando y coloreando de un modo extraño los objetos. ¡Qué lástima, estropearse así cuando iba tan bien de la vista, que determinó concluir la obra de pelo, de la cual faltaba muy poco! «Nada, nada solía decir , si esta gran infamia prevalece, yo me muero».
De informe guiñapo se convirtió en estrella monstruosa, llenando casi todo el vidrio con su cuerpo hinchado de rabia y de agua, coloreando su envoltura de verde, de azul, de rojo. Los tentáculos agarraron la triste presa, doblándose hacia adentro para llevarla á su boca. La bestia se contrajo, se fué aplanando, hasta descansar en el suelo.
El cielo límpido tenía el color violeta del crepúsculo. A ras del agua aparecían esparcidas algunas nubes blancas de caprichosos perfiles. El sol se había hundido tras de ellas, coloreando el horizonte de un rojo cegador que poco a poco iba palideciendo. Sobre este fondo de oro se recortaban las nubes tomando el contorno de formas humanas. Mina se extasiaba en su contemplación.
La gradería de madera que conducía allí por la cual nos precipitábamos alegres; las plantas de lechugas que separaban las primeras propiedades de tierra que nos repartíamos entre todos los hermanos, y que cada uno cultivaba por su cuenta; el plátano bajo cuya sombra mi padre se sentaba rodeado de sus fieles perros de caza; los árboles bajo cuya fresca sombra mi madre rezaba el rosario mientras nosotros corríamos tras las mariposas; la pared que da frente al Mediodía, junto a la cual tomábamos el sol alineados como árboles de cercado; los dos viejos nogales, las tres lilas, las fresas coloreando por entre las hojas, las peras, las ciruelas, los melocotones glutinosos y brillantes con su goma dorada por el rocío de la mañana; el emparrado, que buscaba yo al mediodía para leer tranquilamente mis libros, con el recuerdo que dejaron en mí aquellas páginas leídas entre continuas impresiones y la memoria de las conversaciones íntimas tenidas entre este o aquel árbol; el sitio donde oí, y algunas veces di, mil adioses de despedida al abandonar aquellas soledades; el otro en el que nos encontramos al regreso, o que ocurrieron alguna de aquellas escenas tristes propias del drama conmovedor y tierno de la familia, donde vimos nublarse el rostro descarnado de nuestro padre y el de nuestra madre que nos perdonaba cuando arrodillados a sus pies escondíamos el nuestro entre los pliegues de su ropa; donde mi madre recibió la noticia de la muerte de una hija a quien amaba; y donde alzó los ojos al cielo pidiendo resignación... Estas ternezas, estas felicidades, estas imágenes, estos grupos, y, en fin, estas figuras, existen, andan, viven aún para mí en aquel pequeño cercado, vivificando mis días más felices.
Y así fue. Desde las once de la noche una larga fila de coches iba poco a poco dejando en el vestíbulo del palacio centenares de convidados; las damas, envueltas en riquísimos abrigos, bajaban de sus berlinas y sus clárens, dejando ver pies coquetamente calzados que se apoyaban un momento en el estribo, mientras con la mano, enguantada hasta el codo, recogían la larga cola ornada de valiosos encajes; los lacayos recibían órdenes de volver a la madrugada; los mirones y curiosos, estacionados en la acera opuesta, contemplaban aquellas grandezas haciendo comentarios, sugeridos por la hermosura de las mujeres o la envidia de las riquezas; los salones se iban llenando, y el calor que la aglomeración y las luces engendraban iba animando y coloreando los rostros.
Había ciertas señales: la ojera, que ella tenía muy pronunciada, los ojitos un poco entornados, los labios secos... y otras, y otras. El jefe de inválidos volvió a deslizarse. D.ª Eloisa estaba en brasas, y otra vez le llamó al orden con voz angustiosa. Sucedía esto muy a menudo. D. Martín gozaba lo indecible colóreando las mejillas de las damas con sus frases atrevidas.
¡Sangre!... El rojo escandaloso de la sangre por todas partes: en la chaqueta y la camisa, que cayeron como guiñapos al pie de la cama; en la blancura rígida de las gruesas sábanas; en el cubo de agua que se iba coloreando al mojar Pep un trapo para lavar el busto del herido. Cada prenda arrancada de su cuerpo esparcía en torno una menuda lluvia.
Florentina no supo qué contestar. Estaba contrariada. Pablo no había visto al doctor ni a la Nela. Florentina para alejarle del sofá, se había dirigió hacia el balcón, y recogiendo algunos trozos de tela, se había sentado en ademán de ponerse a trabajar. Bañábala la risueña luz del sol, coloreando espléndidamente su costado izquierdo y dando a su hermosa tez moreno-rosa el realce más encantador.
Palabra del Dia
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