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Actualizado: 13 de mayo de 2025
El primero es el alegre trino del ruiseñor, la exuberancia de vida de la verde hoja, el vivificador grito de ¡tierra! del náufrago marino; el segundo, el clamor de la solitaria tórtola que gime entre la floresta, la mustia hoja arrastrada por el cierzo, la blanca lona, que cual las alas de la gaviota, se cierne en los poéticos lagos.
Su antigua y sólida fábrica ha adquirido con el tiempo, las aguas, y la viscosidad de los musgos que abrazan la bóveda que lo forma, un aspecto tan sencillo, al par que severo, que parece decir al viajero: «Deten tu marcha; deletrea en mis piedras con los ojos de la investigación; escucha el gemir de las puras ondas que en un beso eterno acarician mi vida; contempla el panorama que rodea mi cuna; oye los alegres cantos y los melancólicos susurros que adormecen en mi cárcel de granito á los genios de las sombras, en esas interminables noches en que el aguacero carcome mis entrañas y el cierzo conmueve mi ser; reúne todo esto en el laboratorio donde se purifican los pensamientos, donde se aquilatan las más sublimes concepciones, donde se anida el genio, donde mora el alma; y al leer mi nombre de El suspiro en los viejos sillares que me sostienen, evocarás la triste historia de la desgraciada Hasay.
Hoy en vez de una estrella fugitiva Ves brillar una flor nitida y viva De perfume inmortal, Que no ha de marchitar el cierzo helado Si del materno seno enamorado Tiendes sobre ella el cándido cendal. No conozco aun á tu hijo, mas soy padre, Y al través de los ojos de su madre Le miré con amor, Como al través de un rayo luminoso Desprendido de un cielo magestuoso Suele verse á lo lejos una flor.
La blancura de aquel rostro, oreado por el cierzo, hacía pensar en las hostias; y era, en verdad, como el viático de su amor, el viático de su pasión, olvidada y moribunda. Una vez frente a la ventana, Beatriz insinuó un vago saludo, haciendo florecer en su labio una sonrisilla mortificante.
Abundaban los manchones verdes de las brañas de jugosos pastos, y no era ingrato a la vista el color de otros detalles; pero ¡lo demás!... Aquellos cantos pelados, tan grandes, tan secos, tan esparcidos en todas direcciones; aquella inmensa extensión calva, monda, rapada y desnuda de todo follaje; aquellas nieblas tenaces cerrando todas las salidas y surgiendo de todas las hoyadas; aquellos riscos inaccesibles y fantásticos elevándose sobre todo y por todos lados; aquel cierzo continuo y gemebundo que parecía el espíritu funerario de las grandes necrópolis, llevando consigo los jirones de la niebla como si fueran sudarios arrancados de las tumbas en los senos entenebrecidos de las barrancas; aquellos buitres que me señalaba Chisco, revolando en las alturas; aquel cielo que iba encapotándose poco a poco... todo ello, que era lo más, visto a través de las lentes pesimistas de mis ojos, se imponía al resto, que era, relativamente, muy escaso, y me presentaba toda la superficie del Puerto bajo un aspecto feroz y repulsivo.
Porque Reynoso gustaba de pararse en compañía de sus servidores y fumar con ellos un cigarro. Hasta ahora no hemos disfrutado de una mañana tan templada como esta. Mirad los trigos qué verdes aún. El cierzo y la escarcha no les ha dejado crecer; pero unos cuantos días como este bastarán para hacerles ganar lo perdido. No sé por qué sospecho que este año vamos a tener una abundante trilla.
Magdalena, que presenciaba esta entrevista, dobló la cabeza, abatida por el paternal capricho, como lirio que troncha el cierzo helado, y cuando alzó la vista para mirar a Amaury, su padre la vio tan demudada que se estremeció de espanto.
La nieve, que se fundía, dejaba asomar de trecho en trecho terrones amarillos y formaba como anchas ondas que eran atravesadas por el cierzo. Presentaba el paisaje un aspecto severo y grandioso. No se veía una persona, y en todo el camino del valle, que serpentea entre los sotos hasta perderse de vista, no se divisaba un carruaje: parecía un desierto.
El día era de diciembre. Estaba el cielo gris; afeitaba el cierzo de puro frío, y aquella misma noche cayó una nevada de dos palmos. Nevando desde el amanecer y helando desde que anochecía, pasó más de media semana, y no volvía a Provedaño el hombre que había ido al invernal, ni se conocía su paradero.
El molino entero crujía, balanceando pesadamente sus aspas mutiladas, que resonaban con el cierzo lo mismo que el aparejo de un buque. Volaban las tejas de su destruida techumbre. En lontananza, los pinos apretados que cubrían la colina se agitaban zumbando entre sombras. Creyérase que era el alta mar...
Palabra del Dia
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