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Actualizado: 5 de julio de 2025
Bettina piensa en los jóvenes Turner, Norton, en Pablo de Lavardens, que dormirán tranquilamente hasta las diez de la mañana, mientras Juan recibirá este diluvio. ¡Pablo de Lavardens! este nombre despierta en su espíritu un recuerdo doloroso: el vals de la víspera... ¡Haber bailado así, cuando la pena de Juan era manifiesta!
Convenido, eso se dice siempre. Pero a las que apenas conocía. Me obligaron, pues yo me resistía, me obligaron a conversar con ellas dos o tres noches el invierno pasado. ¿Y entonces? Entonces... no sé cómo explicároslo, no experimenté ningún sentimiento de emoción, inquietud, turbación. En fin dijo resueltamente Bettina, ni la menor sombra de amor... No, ni la más mínima.
Después de abrazarse tiernamente, varias veces, Richard, dirigiéndose a su cuñada, pregunta riendo: ¡Y bien! ¿cuándo es el casamiento? ¿Qué casamiento? Con M. Juan Reynaud. ¡Ah, mi hermana os ha escrito! ¿Zuzie? No. Zuzie no me ha dicho ni una palabra. Vos, Bettina, me habéis escrito. Desde hace un mes, en todas vuestras cartas, sólo se trata de este joven oficial. ¿En todas mis cartas?
Entre aquellos dos hombres aturdidos, sólo Bettina conservaba su sangre fría, y con voz clara y precisa comenzó de esta manera: Para tranquilidad de vuestra conciencia, os diré primero, señor cura, que estoy aquí con el consentimiento de mi hermana y mi cuñado, que saben por qué he venido y lo que pienso hacer: no sólo lo saben, sino que lo aprueban también. Me habéis comprendido, ¿verdad? Bueno.
Bettina ha dormido muy poco, y durante toda la noche decía: ¡Con tal que no llueva mañana! Va a ser un día precioso, y como Bettina es algo supersticiosa, esto le infunde esperanza y valor. La jornada principia bien y terminará bien. M. Scott ha vuelto hace unos días. Bettina lo esperaba en el muelle del Havre con Zuzie y los niños.
La lluvia, que caía a torrentes, azotaba las ventanas del cuarto de Bettina. ¡Oh! ¡cómo llueve, cómo se va a mojar! Fue su primer pensamiento. Levántase, atraviesa su cuarto con los pies desnudos y entreabre un postigo. Empieza a despuntar el día, con una luz gris, opaca, pesada; el cielo está cargado de agua; el viento sopla tempestuoso, por ráfagas que hace girar la lluvia en torbellinos.
Luego no estaba enamorado, pues el amor y la tranquilidad rara vez hacen buenas migas en un mismo corazón. No obstante, Juan veía con cierta inquietud y tristeza acercarse el día que traería a Longueval a los Turner, los Norton y toda la colonia americana. Ese día llegó muy pronto. El viernes 24 de junio, a las cuatro de la tarde, cuando Juan vino al castillo, Bettina lo recibió muy triste.
Comió y se fue al mes de María; mas en el momento en que subía al altar, el armonium permaneció mudo. Miss Percival no se hallaba ya allí. La joven organista de la víspera estaba en aquel momento muy perpleja. Sobre los dos divanes de su cuarto de vestir, se ostentaban dos preciosos trajes, uno blanco, y azul el otro. Bettina se preguntaba cuál de los dos se pondría para ir esa noche a la Opera.
Bettina estaba allí, plantada ante él, con la caja de cigarros en las dos manos, y los ojos fijos con toda franqueza en el rostro de Juan; gozando del placer muy real y muy vivo que puede traducirse por estas palabras: Me parece que estoy mirando a un buen muchacho. Ahora sentémonos aquí dijo madama Scott, ante esta preciosa noche... tomad vuestro café... fumad. Y no hablemos, Zuzie, no hablemos.
Las viajeras descendieron, deteniendo sus miradas, no sin cierto asombro, en el joven oficial que se encontraba allí algo confuso con su sombrero de paja en la mano derecha y en la izquierda la gran ensaladera rebosando de achicoria. Luego, designando a su compañera de viaje: Miss Bettina Percival, mi hermana: lo habríais adivinado, creo. Nos parecemos mucho, ¿no es verdad? ¡Ah!
Palabra del Dia
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