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Ya ha tenido el honor de seros presentado, pero algo ligeramente; por eso toda su ambición es que os lo vuelvan a presentar. ¡Pues bien! traedlo uno de estos días dijo madama Scott. Después del 15 exclamó Bettina. ¡Antes no, antes no!

Y puesto que él no tiene valor, yo lo tendré por los dos, y marcharé sola, con la cabeza erguida y el corazón tranquilo, a conquistar nuestro amor, a conquistar nuestra dichaDesde el primer momento, Bettina sintió su completa superioridad sobre el abate y Juan. Ellos la dejaban hablar, la dejaban obrar, sintiendo que la hora era suprema.

Os traía esto para vuestros pobres, señor cura dijo madama Scott. Y yo esto otro agregó Bettina. Con toda delicadeza deslizaron su ofrenda en la mano derecha e izquierda del anciano cura, y éste mirando alternativamente sus dos manos, pensaba: ¿Qué serán estas dos cosas? son muy pesadas; debe haber oro aquí dentro... , pero ¿cuánto, cuánto?

¡Pues bien! yo voy a decíroslo todo exclamó Juan, vencido por su emoción. Vale más que lo sepáis todo, vos que quedáis aquí, y volveréis al castillo... ¡y la volveréis a ver... a ella! ¿A quién?... ¿Quién es ella? ¡Bettina! ¡Bettina! ¡Yo la adoro, padrino, la adoro! ¡Pobre hijo mío! Perdonad que os hable de estas cosas... pero os lo digo como se lo diría a mi padre.

Se consideraba feliz pudiendo hacerle los honores y mostrarles una multitud de parajes preciosos, que sin él nunca habrían descubierto. ¿Todos los días montáis a caballo? preguntó Bettina. Todos los días, y generalmente dos veces. Por la mañana para el servicio y en la tarde por paseo. ¿Muy temprano por la mañana? A las cinco y media. ¿A las cinco y media todas las mañanas?

Zuzie y Bettina formaron en el acto parte de este pequeño estado mayor. Fue asunto de veinticuatro horas; ni tanto, pues esto sucedió entre las ocho de la mañana y las doce de la noche, al día siguiente de su llegada a París.

Ella conservaba entre las suyas las manos de Juan, y él no se sentía con fuerzas para hacer el menor movimiento ni pronunciar una sola palabra. ¿Ahora estáis mejor? continuó Bettina. No, aun no... lo veo... triste aún... ¡Oh, qué bien he hecho en venir! He tenido una inspiración... Sin embargo, siento algo, siento mucho encontraros aquí.

Pablo de Lavardens, al pasar al lado del carruaje, hizo a las dos hermanas un saludo de la más alta corrección, y que de lejos descubría al parisiense. Los poneys corrían tan ligero, que el encuentro tuvo la rapidez de un relámpago. Bettina exclamó: ¿Quién es ese señor que acaba de saludarnos? Apenas tuve tiempo de verlo, pero me parece que lo conozco. ¿Lo conocéis?

Y el 15 de abril de 1880, M. Scott, Zuzie y Bettina bajaron del tren del Havre a las cuatro y media, en la estación Saint-Lazare, y encontraron a madama Norton, que les dijo: Ahí tenéis vuestra calesa en el patio, y detrás de la calesa está el landó para los niños, y más allá un ómnibus para los criados, todos con vuestras iniciales, conducidos por vuestros cocheros y tirados por vuestros caballos.

Un mes después, el 12 de septiembre, a mediodía, Bettina con el más sencillo traje de novia, atravesaba la iglesia de Longueval, mientras que colocada detrás del altar la banda del 9.º de artillería tocaba alegremente bajo las bóvedas de la vieja iglesia. Nancy Turner solicitó el honor de tocar el órgano en tan solemne circunstancia, pues el pequeño armonium había desaparecido.