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Actualizado: 5 de octubre de 2025


Juan intervino una vez más. Mi padrino se consideraría demasiado feliz, si quisierais quedaros; pero comprendo lo que le inquieta... Debíamos comer los dos solos; no esperéis, pues, un festín, señoras. En fin, seréis indulgentes. , respondió Bettina, muy indulgentes.

Habría andado unos cincuenta pasos, cuando un remolino ciego, loco, furioso, se arroja sobre Bettina, le abre el chal, la arrastra, la levanta, casi la hace perder pie, y da vuelta con violencia el paraguas. Esto no es nada todavía. El desastre fue completo. Bettina ha perdido uno de sus zuecos... No eran muy serios estos zuecos, eran muy bonitos para el buen tiempo.

Poco a poco, Bettina recobraba la ventaja sobre madama Scott, en el pensamiento de Juan. Aparecíasele risueña y ruborosa, en medio de las olas de oro de sus cabellos sueltos.

Con impaciencia ve venir el momento de la partida, y al mismo tiempo con terror... Con impaciencia, porque sufre un verdadero martirio, al que quiere escapar cuanto antes. Con terror, porque durante estos veinte días que pasará sin verla, sin hablarla, sin ella, en fin, ¿qué será de él? ¡Ella es Bettina y él la adora!

¿Desde cuándo? ¡Desde el primer día, desde aquel encuentro en el mes de mayo, en el jardín del cura! Esa es la verdad. Pero Juan lucha y se rebela contra esta verdad. Cree que sólo ama a Bettina desde el día en que conversaban los dos alegre y amistosamente en el saloncito azul.

Con juicio y sin pensar en nada. ¡Sea enhorabuena! Diez minutos después, la cabeza de Bettina reposaba suavemente entre bordados y encajes, mientras Zuzie decía a su hermana: Voy donde está toda esa gente que me fastidia en extremo esta noche. Y antes de pasar a mi cuarto, vendré a ver si dormís. Silencio... dormíos.

Yo contaba dieciocho años y Bettina nueve; quedábamos solas en el mundo, con fuertes deudas y un gran pleito.

Pablo se dirigió hacia madama Scott: mas desde el día siguiente tuvo la sorpresa de tropezar con Juan, que vino a tomar asiento con toda regularidad en el círculo particular de madama Scott, que, como Bettina, tenía su pequeña corte. Lo que Juan buscaba allí era una protección, un abrigo, un asilo.

Era Pablo de Lavardens, que desde hacía una hora esperaba allí para tener el gusto de ver pasar a las americanas. Os engañáis dijo Zuzie a Bettina, ahí viene alguien. Un paisano. Los paisanos no se cuentan; esos no pedirán mi mano. No tiene nada de paisano, mirad.

Bettina no se engañó ni un segundo. Juan le presentó a Pablo de Lavardens, y éste acababa apenas el pequeño cumplimiento de estilo, cuando ya Bettina inclinándose hacia Zuzie, le decía al oído: ¡El trigésimo quinto!

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