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Actualizado: 5 de octubre de 2025


¿La alegría? , ... esperad, pero dejadme llorar un poco... ¡Me hace tanto bien!... no tengáis cuidado... no es nada. Bajo los besos de su hermana, Bettina se calma, se tranquiliza. Ya se acabó, se acabó, y voy a deciros... tengo que hablaros de Juan. ¡Juan! ¿lo llamáis Juan? , lo llamo Juan... ¿No habéis notado, de algún tiempo a esta parte, que estaba triste y parecía ser muy desgraciado?

¡Señor Juan, señor Juan! ¡estáis ahí, señor Juan, venid a ver nuestros poneys! ¡Ah! dijo Bettina, con voz algo incierta. Eduardo acaba de llegar de París, trayendo para los niños unos poneys microscópicos. Vamos a verlos, ¿queréis? Y salieron a ver los poneys, que, en efecto, eran dignos de figurar en las caballerizas del rey de Liliput. Han transcurrido tres semanas.

De todo corazón deseaba, y con todas sus fuerzas iba a procurar conquistar la estimación y tranquilo afecto de las dos mujeres. Trataría de no ver demasiado la belleza de Zuzie y Bettina; trataría de no perderse, como lo hizo la víspera, en la contemplación de los cuatro piececitos colocados sobre los dos taburetes del jardín.

El abate se dirigió hacia la puerta, la abrió y retrocedió como ante una aparición inesperada. Era Bettina, que en el acto vio a Juan y se dirigió derecho a él. ¿Sois vos?... ¡Oh, cuánto me alegro!

Juan y Bettina se arrodillaron ante él, que pronunció la fórmula de la bendición permaneciendo en seguida, durante algunos instantes, en oración, con los brazos extendidos, pidiendo con toda su alma cayesen las gracias del Cielo sobre la cabeza de sus dos hijos.

Sin embargo, prestó buena acogida a Pablo; tan buena, que éste, durante algunos días, tuvo la debilidad de equivocarse, pensando que sus gracias personales le valían tan amable y cordial recepción: mas estaba en un grave error. Había sido presentado por Juan, era amigo de Juan, y a los ojos de Bettina en esto estribaba todo su mérito.

¡Oh! en cuanto a olvidaros... perder el recuerdo de vuestra gracia, de vuestra bondad... ¡nunca, señorita, jamás! Su voz temblaba. Tuvo miedo de su emoción, y se levantó. Os repito, señorita, que debo ir a saludar a vuestra hermana... me ha visto... y debe estar asombrada... Atravesó el salón, mientras Bettina lo seguía con la vista.

Mas no la pronunció, alejose, perdiéndose pronto en la obscuridad... Bettina permaneció en el pórtico, en el cuadro luminoso de la puerta. Gruesas gotas de lluvia impelidas por el viento azotaban sus espaldas desnudas y la hacían temblar; ella no lo notaba; sentía claramente latir su corazón.

M. Scott jamás manifestó la menor inquietud, y tenía perfecta razón para estar tranquilo... Más aún, gozaba con los triunfos de su mujer; era feliz al verla contenta. ¡La amaba tanto!... un poco más que ella a él, quizá. En cuanto a Bettina, formose a su alrededor una carrera fantástica, ¡una ronda infernal! ¡Semejante fortuna! ¡Y semejante belleza!

No sabéis lo que decís, Bettina, y contáis a estos señores cosas que no pueden interesarles. ¡Oh! dispensad, señora dijo el cura. En toda la comarca no se trata por el momento más que de la venta de este castillo, y la narración de la señorita nos interesa mucho. Ves, Zuzie, mi historia interesa mucho al señor cura. Continúo, pues. Salimos a caballo, volvimos a las siete, nada.

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