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Actualizado: 29 de junio de 2025
PANTOJA. Digo más: te digo que puedes amarle, que es tu deber amarle... PANTOJA. Y amarle entrañablemente... (Pausa.)
Era un hombre como de cuarenta y cinco años, de semblante hermoso y afable, con tal expresión de tristeza, que era imposible verle sin sentir irresistible inclinación a amarle.
La sola suposición de que su mujer viniese a no amarle, a odiarle o a despreciarle..., agitaba los nervios del infeliz. Se sentía convulso, como si el cielo fuese a caérsele encima, y sólo se serenaba, sólo pasaba aquella tempestad de su alma, cuando acudían las lágrimas a sus ojos y desahogaba con ellas el sentimiento del corazón.
La esperanza que habría debido sostener a esa mujer ¿no se habría convertido más bien, en un nuevo y último motivo de desesperación? ¿Cómo?... ¿Por qué?... balbuceó Vérod, aturdido. Digo que, queriéndole a usted esa señora y no pudiendo amarle sino a costa del respeto que se tenía a sí misma, no encontró en el amor que usted la tenía el consuelo que usted dice.
El sintió que su cólera dura se desmoronaba de golpe, lo mismo que una montaña que se agrieta. «¡Ah, Margarita!» Su voz sonó trémula y humilde. ¿Podía terminar todo entre los dos con esta sencillez? ¿Eran acaso mentiras sus antiguos juramentos?... Se habían buscado con afinidad irresistible, para compenetrarse, para ser uno solo... y ahora, súbitamente endurecidos por la indiferencia, ¿iban á chocar como dos cuerpos hostiles que se repelen?... ¿Qué significaba este absurdo de amarle á él como siempre y amar al mismo tiempo á su antiguo esposo?
Amará á su marido. ¿Por qué no ha de amarle? Vamos, señora dijo el P. Jacinto ya con la paciencia perdida: no amará á su marido, porque su marido es feo, viejo, enfermizo y fastidioso.
Le miró todavía con ojos coléricos, le cubrió de dicterios, le amenazó con marcharse á la primera ofensa que le hiciera; pero, desahogada su cólera, consintió al cabo en quedarse. Sumisión. No volvió á rebelarse. Aquel hombre de corazón altivo, tan fiero con las mujeres que habían tenido la desgracia de amarle, rindió al fin la cerviz al yugo de la última.
Pues ten por seguro que dejarías de amarle si te casaras con él. » Pero, Señor pensé aturdida al oír esto , ¡también mi madre!... Porque esta es la teoría de Sagrario... y la de Leticia, o yo no estoy en mis cabales... ¿Es que hay algún mal espíritu encargado de conducirme a donde yo no quiero ir?
Habéis mentido en vano dijo la condesa ; mi prima lo ha adivinado todo. ¡Todo! pues mejor. Mejor, sí... porque he acabado de resolverme... ¿y qué me importa? cuando se ama á un hombre que se llama Quevedo, no hay por qué avergonzarse de amarle. Dios bendiga vuestra boca. Os espero. ¿Cuándo? Esta noche. ¿Por dónde? Por el huerto. Larguísimo va á ser para mí el día.
¡Pobre Dorotea! debéis haber pecado mucho. ¡Yo! ¡bah! yo no he hecho tanto como debería haber hecho; yo no he hecho mal á nadie. ¿Amáis mucho á don Juan? No debía amarle. No acabaremos nunca. Os pregunto... Y bien, le amo. ¿Y pensáis disputársele á su mujer? No. Hacéis bien; lo demás sería indigno de vos. Vos habéis venido para algo, don Francisco.
Palabra del Dia
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