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Actualizado: 29 de junio de 2025
Además era un hábito el pasar algunas horas del día entre aquellas cuatro paredes, y no sólo hábito, sino deber de reconocimiento por el cariño que se le dispensaba, y no sólo deber, sino también, ¿por qué no hemos de decirlo?, también gusto, mucho gusto, pues no podía dejar de tenerlo en hacer compañía a un caballero tan cumplido como don Mariano, que le había dado pruebas de amarle como a hijo, y a una niña tan buena y hermosa como Marta, a quien quería como hermana.
Más aún se afirmó en la idea de lo puro é impecable del extraño é inesperado beso, cuando le dijo el Comendador: Don Carlos me parece un mozo excelente. ¿Le ama V. mucho? Había en el acento de D. Fadrique un suave imperio, al que Clara no supo resistir. Le he amado mucho contestó, pero yo acertaré á no amarle. He sido muy culpada. Sin que lo sepa mi madre le he querido. En adelante no le querré.
¡Ah! respondió es usted demasiado niño si creyó abusar de una mujer que tenía la locura de amarle. Leo claramente sus maniobras, créame. Por otra parte, sé quién es usted... No estaba lejos cuando la señorita de Porhoet transmitió á la señora de Laroque vuestra política confidencia... ¡Cómo! ¿Usted escucha á las puertas, señorita?
No comprendo á vuestra majestad. Casándote con tu caballero de anoche. ¡Yo!... Imposible... no le amo, no puedo amarle. Veamos, veamos, luego trataremos de eso; dime, ¿cómo harías tú para hacer un rizo con estos cabellos que te he cortado? ¿Un rizo, señora? Sí, un rizo para regalarlo á un hombre amado. ¡Dios mío!
Sería horrible, no amarle así y esforzarse por amarle para cumplir con un mandamiento divino.
No puede amar sino a uno solo, y amarle siempre... Los hombres, descartando el mío, me hastían; les aborrezco. Uno solo me ha conquistado, y de ese soy. Venga lo que viniere, a mi amor me atengo. No sé cómo hay mujeres que adoran hoy a este y mañana al otro. Los demás te juzgarán mal quizás. Yo, que te conozco, sé que eres un ángel de bondad.
Goethe nada hizo para lograr su elevación y su privanza con el duque Carlos Augusto de Gemirá, quien le amó tanto como Goethe pudo amarle, y le admiró y le lisonjeó más de lo que el gran poeta le lisonjeaba. En la corte de aquel amable príncipe, Goethe, más que cortesano, parecía el príncipe, el genio a quien todos servían y adoraban.
Entonces, por cobardía, se esforzó para pensar en los primeros tiempos de su amor, en la dicha de haberla conquistado, de haberse impuesto al alma que miraba tan misteriosamente por aquellas pupilas circundadas de ligera sombra. Pero acaso ella no podía amarle, algo inconmensurable y oscuro había sin duda entre los dos. De pronto, la obsesión visionaria se reavivó, acercándose.
Doña Luz nada sospechaba de sí. Nada tampoco sospechaba del Padre. Le consideraba como a un santo y empezó a amarle y venerarle como aman y veneran a los santos las personas piadosas. Era tal el candor de doña Luz, que hubiera dicho al Padre los sentimientos que le inspiraba, si no hubiera temido ofender su modestia o mostrarse aduladora.
La humildad teníala en el corazón el hijo del ahogado y la suicida, que si no la tuviese, no sería fácil que se la inculcaran las burlas y desprecios de sus compañeros, ni los paternales azotes del maestro y de sus protectoras: porque éstas todas se creían con derecho a amarle, pero a castigarle también. Era la suya una naturaleza amante y agradecida.
Palabra del Dia
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