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Algunas semanas después, la enfermedad de D.ª Carmen se agravó extremadamente. Ya no cabía duda a los médicos de que su fin estaba muy próximo. La postración era absoluta. No le quedaba en el rostro más que la piel y sus grandes ojos tristes y benévolos que se fijaban con extraña intensidad en cuantos se acercaban a ella, cual si tratase de leer en las fisonomías el terrible secreto de su muerte.

Pero á medida que se acercaban al pueblo, la energía nerviosa la abandonaba poco á poco, se volvía silenciosa, perdía su decision, acortaba el paso, y despues se quedaba detrás. Hermana Balî tenía que animarla. ¡Que vamos á llegar tarde! decía. Julî seguía pálida, con los ojos bajos, sin atreverse á levantarlos. Creía que todo el mundo la miraba y la señalaban con el dedo.

Por esto no podía evitar cierto gesto de superioridad desdeñosa cuando, revestido de la capa pluvial y empuñando la vara de plata, se acercaban a hablarle los curas de los pueblos de paso por la Primada.

Se escuchaban los pasos precipitados de dos hombres que se acercaban á la carrera. ¿Quién va? dijo Quevedo. El cocinero de su majestad contestó una voz angustiosa. ¿Y quién más? repitió Quevedo. Fray Luis de Aliaga contestó otra voz. ¡Ah, bien venido seáis! He aquí, doña Clara, que Dios nos envía amigos. Pero doña Clara no contestó. Helósele la sangre á Quevedo.

Juntaronse los Gobernadores, y Consejeros del exército, y ponderando las dificultades y peligros que pudieran suceder de quedarse en la Provincia, juzgaron por cosa util y necesaria admitir los partidos, y caminar adelante; porque quanto mas se acercaban hácia el mediodia, tanto se acercaban á tener cerca los socorros de Sicilia, y de España.

No se descuidó Aben-Radmir en buscar gentes de los montes de Afranc, y con infinita chusma que parecian hormigueros, ó tropas de langosta, vinieron á cercar la ciudad de Zaragoza; y ordenaron sus combates y labraron torres de madera que conducian con bueyes, las acercaban á los muros y ponian sobre ellas truenos y otras veinte máquinas, y tenian esperanza cierta de tomarla, y así apretaron el cerco, y la pusieron en tanto estrecho que perecia de hambre la mayor parte de la gente, pues como la ciudad era muy poblada y de mucha gente, no bastaron las provisiones que se habían podido llevar antes del cerco: y así enviaron á tratar de avenencia con el rey Radmir, que ya no esperaban socorro sino del cielo.

La imagen transfigurada de Marta le sonreía apaciblemente desde arriba y lo bendecía, y, como una flor brotada de su tumba, la dicha parecía abrirse de nuevo para él. Las torres de la pequeña ciudad se acercaban progresivamente; se destacaban cada vez más detrás de los bosques de alisos. Un cuarto de hora después, el carruaje rodaba en la calle mal pavimentada.

Al mismo tiempo que el comisario iba a ver quién era, Bérard y la Baronesa de Börne se acercaban a la puerta. ¡Vérod! exclamó la Baronesa al ver a un joven alto, corpulento, de cabellos negros y bigote rubio, que decidido a forzar la consigna, entró a prisa cuando los guardias, a una seña de su superior, se hicieron a un lado.

Cuanto más se acercaban a la aldea, más gente encontraban; pero como Marta se consideraba ya libre del alcance de sus enemigos, no reparó en las miradas de sorpresa de los campesinos y siguió su camino hasta que el guardabosque se detuvo delante de una gran casa y le dijo sonriendo: Señora, ésta es la casa del señor Bergams; ¿puedo volverme a Orsdael?

Después de recoger el último suspiro de los moribundos, el gozo mayor del novel presbítero consistía en sentarse en el confesonario y esclarecer la conciencia de sus penitentes y conducirlos por el camino de la perfección. Pero este gozo fue decayendo al observar la pequeñez, la insignificancia de los sujetos que a su tribunal se acercaban.