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Actualizado: 11 de mayo de 2025
Temblaba toda, como una vara verde, sin que cuantos abrigos le echaron encima fuesen parte a calentarla un poco. De un brinco se trasladó Lucía al cuarto de su marido, que entre duerme y vela fumaba un cigarrillo de papel.
Pero el rigodón había terminado, y el grupo se aumentó considerablemente con varias parejas que fueron allegándose. Fuéronse algunos, vinieron otros; al cabo, la señora de la casa se halló rodeada de gente nueva. Bailose otro vals y otro rigodón. Las doce sonaron al fin en el gran reloj de la catedral. Y como los jóvenes se empeñaban en no desbandarse, apesar de la costumbre tradicional de la casa, Manín, por orden de D. Pedro, apareció en la puerta del salón, abrazado al lío de los abrigos de las señoras.
Por no disgustarla, se dirigió Robledo á las diez de la noche á la avenida Kleber, donde vivía la condesa, después de haber comido con varios compatriotas en un restorán de los bulevares. Dos servidores alquilados para la fiesta se ocupaban en recoger los abrigos de los invitados. Apenas entró el ingeniero en el recibimiento, se dió cuenta de la mezcolanza social descrita por Elena.
En otras ocasiones, la imaginación acalorada de las niñas exigía que vinieran de Madrid unos abrigos muy lindos, de los cuales les había dado noticia Amalia: D. Cristóbal resistía algún tiempo los asaltos, pero viéndose muy apretado, capitulaba al fin. Su mente, fecunda en trazas, como la de Ulises, le sugería una magnífica para ahorrarse la mitad del dinero por lo menos.
La comitiva siente casi al mismo tiempo un leve temblor de frío; las señoras se embozan en los chales y tiran hacia sí las pieles que cubren sus rodillas; los caballeros se esfuerzan en meterse los abrigos y agitan los brazos en el aire como aspas de molino; piafan los caballos pensando en las próximas dulzuras del pesebre, y los aurigas chasquean el látigo enderezándolos ya hacia la ciudad.
Pues ¿dónde habían de estar? exclama D. Cristóbal con afectada sorpresa, sintiendo cierto calorcillo en las mejillas. No sé; pero desde luego se puede asegurar que no los han hecho en Madrid. Y las cuatro ninfas comienzan a dar vueltas entre sus ebúrneos dedos a los abrigos, los estudian, los analizan con atento cuidado que pone en suspensión y espanto a su progenitor.
Acaeció, no obstante, lo que era de esperar: allá al final del cuarto acto, cuando el tenor avanza hasta las candilejas para expresar con algún do de pecho la emoción que le embarga, y las señoras se levantan de sus asientos dejándose poner los abrigos por sus maridos, amantes o admiradores, la roja camelia cayó al suelo: la generala, con el abrigo ya puesto, se precipitó fuera del palco, sin duda para ocultar su confusión.
A medida que el agua, filtrándose al través de los abrigos, refrescaba sus carnes, se iban paulatinamente equilibrando sus humores. El de Fray Diego tendía visiblemente a serenarse, arrojaba uno a uno los negros velos que le oprimían. Pero estos velos los recogía todos el barón y envolvía con ellos su espíritu altivo y cruel.
Y Lacour aceptaba con reflexiva gravedad sus observaciones, mientras volvía los ojos á un lado y á otro con la esperanza de reconocer á su hijo. Mostraban los proyectiles los sirvientes de las piezas: grandes cilindros ojivales extraídos de los almacenes subterráneos. Estos almacenes, llamados «abrigos», eran profundas madrigueras, pozos oblicuos reforzados con sacos de tierra y maderos.
En el asiento posterior, la señora francesa dormitaba también, conservando una actitud de estudiado recato, que se echaba de ver en la posición del pañuelo caído sobre la frente ocultando a medias su rubicunda cara. Otra señora de Virginia City, que viajaba en compañía de su esposo, yacía en un ángulo, arrebujada en un mar de cintas, pieles y abrigos que inundaban por completo su persona.
Palabra del Dia
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