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Vaya, vaya, que es muy tarde dijo con impaciencia la señora que primero se había levantado. Empezaron á ponerse los abrigos. Paco tomó el serenero de una señora, se envolvió la cabeza con él y salió de esta traza á la tienda, donde fué recibido con risas protectoras y benévolas. Las señoras á su vez chillaban y soltaban carcajadas agudas que provocaban á reir.

No había más remedio que cargar con todo aquel exceso de género, lo que realmente era una contrariedad comercial en tiempos en que parecía iniciarse la generalización de los abrigos confeccionados, notándose además en la clase popular tendencias a vestirse como la clase media.

Eran los grillos, las chicharras, ¡qué yo de los nombres que llevan las estridentes tribus que cantan al sol entre el tupido follaje de la tierra cálida! Los abrigos se hacían pesados, y ¡fenómeno curioso del que se me había advertido! los oídos comenzaban a zumbarme ligeramente. Parece que es efecto del rápido cambio de temperatura, pero pasa pronto.

Déjela, déjela me decía casi al mismo tiempo la rozagante Mari Pepa, arrojando el último de sus abrigos flotantes sobre una silla, encima de los que acababa de arrojar Lituca ; déjela que entre y salga cuando quiera, que es bueno jacerse a todo, como ella se irá jiciendo, porque la conozco bien. Al que hay que tener a raya sobre ese punto, es al mi padre.

Se echó á la calle y dió vueltas en todos sentidos esperando las diez. ¡Cuánto tardaban en sonar! Media hora antes se situó frente al palacio del prócer. Desde allí vió entrar muchas señoras y caballeros; ellas rebujadas en largos abrigos con faldas resonantes de seda, ellos con botas de charol y sombrero de copa alta más reluciente aún que las botas. Al cabo también ella vino.

Se representaba la escena de la escapatoria. Sería al amanecer. Nucha iría envuelta en muchos abrigos.

Instaláronse, pues, los Miranda y los Gonzalvo si más cuidado que el de entregar al conserje sus abrigos de viaje y sentarse en sus respectivos puestos en el comedor. Aunque Lucía, y sobre todo Pilar, se sentían un tanto fatigadas del largo trayecto en ferrocarril, no dejaron de entusiasmarse con la belleza de la morada que les deparaba el destino.

Atravesó el vestíbulo, donde se amontonaban los abrigos, sacó rápidamente el suyo y salió, huyó, sin haberse despedido de nadie y en un estado de exaltación indescriptible. Las calles del Socorro estaban desiertas.

Sorprendió la mirada irónica de los dos servidores al colgar algunos de estos gabanes, así como ciertos abrigos de pieles con grandes calvas, pertenecientes á señoras que ostentaban extravagantes tocados.

Todavía este último se prolongaba tierra adentro por el gran canal subterráneo que pone en comunicación á la ciudad con el Ródano. Ferragut había visto ancladas en esta sucesión de abrigos las marinas de toda la tierra y aun de todas las épocas.