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Hullin se sentaba entre los leñadores, los carboneros, los schlitteros, frente a un gran fuego hecho con serrín, y mientras giraba la pesada rueda, retumbaba la presa y rechinaba la sierra, él, con el codo apoyado en la rodilla y la pipa en los labios, hablaba a aquella buena gente de Hoche, de Kléber y, por último, del general Bonaparte, a quien había visto cien veces, describiendo su rostro enjuto, sus ojos penetrantes y su perfil de águila, como si le tuviera presente.

Acuérdese de los ejércitos de la primera República: todos ciudadanos, lo mismo los generales que los soldados; pero Hoche, Kleber y los otros eran rudos compadres que sabían mandar é imponer la obediencia. El carpintero tenía sus letras. Además de los periódicos y folletos de «la idea» había leído en cuadernos sueltos á Michelet y otros artistas de la historia.

Representaban todos, salvo ligeras variaciones, un hombre de talla gigantesca, llevando una especie de uniforme republicano, con grandes solapas, cabellos á lo Kleber, y arrojando hacia adelante una mirada enérgica, ardiente y sombría; en resumen, una especie de hombre, que no tenía nada de agradable.

Por no disgustarla, se dirigió Robledo á las diez de la noche á la avenida Kleber, donde vivía la condesa, después de haber comido con varios compatriotas en un restorán de los bulevares. Dos servidores alquilados para la fiesta se ocupaban en recoger los abrigos de los invitados. Apenas entró el ingeniero en el recibimiento, se dió cuenta de la mezcolanza social descrita por Elena.