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La moral neoyorquina no es ni más severa ni menos lata que la de cualquier centro europeo; pero es un hecho, que cualquier extranjero habrá podido observar, que, ni aun en las horas de la noche, en el seno de las grandes corrientes de Broadway o de la calle 18 o de la Tercera Avenida, se notan esas solicitaciones repugnantes que hacen imposible a las familias el acceso a los bulevares de París o de ciertas calles de Londres.

Se sintió envuelto y empujado por la corriente humana que descendía á las profundidades del Metro, y el tren subterráneo le llevó al otro lado de París. Pasó más de dos horas en la casa de su amigo el inventor modesta habitación situada en una calle afluente á los bulevares exteriores , y al caer la tarde se vió marchando á pie por el bulevar Rochechuart, hacia la plaza Pigalle.

Y mientras que Juan, generoso, dando suelta al espíritu impaciente, sacaba ante los ojos de Lucía, para que se le fuese aquietando el carácter, y se preparaba a acompañarle por el viaje de la existencia, las interioridades luminosas de su alma peculiar y excelsa, y decía cosas que, por la nobleza que enseñaban o la felicidad que prometían, hacían asomar lágrimas de ternura y de piedad a los ojos de Ana-Adela y Pedro, en plena Francia, iban y venían, como del brazo, por bosques y bulevares. «La Judic ya no se viste con Worth.

Los sucesos se atropellaban; el mundo parecía resarcirse en una semana del largo quietismo de la paz. El viejo vivió en la calle, atraído por el espectáculo que ofrecía la muchedumbre civil saludando á la otra muchedumbre uniformada que partía para la guerra. Por la noche presenció en los bulevares el paso de las manifestaciones. La bandera tricolor aleteaba sus colores bajo los faros eléctricos.

El largo desfile se inmovilizaba en las calles durante horas enteras para dar tiempo á que se acomodasen en los trenes las fuerzas que iban delante... Y Argensola había seguido esta masa armada é inmóvil desde los bulevares á la puerta de Orleáns, hablando con los oficiales, escuchando los gritos ingenuos de los guerreros africanos, que nunca habían visto París y lo atravesaban sin curiosidad, preguntando dónde estaba el enemigo.

El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero á pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo á otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos. Varias corrientes humanas venían á perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República.

Las gentes se abordaban en las calles amistosamente. Todos se conocían sin haberse visto nunca. Los ojos atraían á los ojos; las sonrisas parecían engancharse mutuamente con la simpatía de una idea común. Las mujeres estaban tristes, pero hablaban fuerte para ocultar sus emociones. En el largo crepúsculo de verano, los bulevares se llenaban de gentío.

Esta nueva vista no es tan simétrica y artificial como la de Rívoli; pero es más extensa, más graciosa y más alegre, de más efecto. Aquí hay más expansion, más capricho, más fantasía: es decir, hay más creacion individual. El Rívoli es una galería del Estado. Los bulevares son inmensas galerías del pueblo.

Otro día, había visto el más extraordinario de los espectáculos de la guerra. Todos los automóviles de alquiler, unos dos mil vehículos, cargando batallones de zuavos, á ocho hombres por carruaje, y saliendo á toda velocidad, erizados de fusiles y gorros rojos. Formaban en los bulevares un cortejo pintoresco: una especie de boda interminable.

De tiempo en tiempo, volvía el rostro a la ciudad, ya sólo se distinguía sobre el lejano límite de las praderas, la línea un poco oscura de sus bulevares y las extremidades de sus campanarios.