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En seguida se oyó, retumbando en la calle solitaria, el ruido de una sublime bofetada, y el de un hombre que cae al suelo, rompiendo, al pasar, con la cabeza, el tablero de una tienda, ó cosa así. Conociendo, como yo conocía, al uno, no era muy aventurado creer que el derribado por la bofetada tenía que ser el otro, por recio que fuese.

El magnánimo fundador yace enterrado en medio de esta capilla, en una sencilla urna de mármol, en cuyo tablero superior se ve solamente la banda de Castilla atravesada, entre dos dragantes: armas que tomó su padre D. Martin Alonso de Córdoba venciendo al rey de Granada en el memorable sitio de Castro el Rio, en 1333.

En esto me sucedieron cosas graciosísimas; porque yendo una noche a las nueve que ya anda poca gente por la calle Mayor, vi una confitería y en ella un cofín de pasas sobre el tablero; y tomando vuelo, vine, agarréle, di a correr; el confitero dió tras y otros criados y vecinos.

De cuando en cuando cruza la plaza una mujer con un tablero en la cabeza, cubierto con un mandil a rayas rojas y azules; otras veces se llega a la fuente una moza, una de estas mozas blancas, con grandes ojeras, y llena un cántaro de agua. Y el viejo reloj da sus lentas campanadas. Y un vendedor lanza a intervalos un grito agudo. Este es un vendedor de almanaques.

Cada dos hombres tenían ante una mesa o tablero, y mientras el uno, saltando con rapidez, subía y bajaba la cuchilla picando la hoja, el otro, con los brazos enterrados en el tabaco, lo revolvía para que el ya picado fuese deslizándose y quedase sólo en la mesa el entero, operación que requería gran agilidad y tino, porque era fácil que al caer la cuchilla segase los dedos o la mano que encontrara a su alcance.

Agitábanse las manos de las muchachas con vertiginosa rapidez: se veía un segundo revolotear el papel como blanca mariposa, luego aparecía enrollado y cilíndrico, brillaba la uña de hojalata rematando el bonete, y caía el pitillo en el tablero, sobre la pirámide de los hechos ya, como otro copo de nieve encima de una nevera.

Bien se me alcanzaba que lo que tanto deleite encerraba para mi joven preceptor, era el espectáculo del juego de la vida, el mecanismo de los sentimientos, el conflicto de intereses, de ambiciones, de vicios; pero, lo repito, para era indiferente que el mundo fuese como un gran tablero de ajedrez según decía Agustín, que la vida fuese una partida mejor o peor jugada y que hubiese reglas para ese juego.

Hácia el estremo opuesto á la entrada, debajo de una estampa de Sto. Tomás de Aquino, se levantaba la cátedra del profesor, elevada, con dos escaleritas á ambos costados. Esceptuando un hermoso tablero con marco de narra sin usar casi, pues en él continuaba aun escrito el ¡viva! que apareció desde el primer día, no se veía allí ningun mueble útil ó inútil.

En la calle de los Castros estaba Carmela, la encajerita, descolorida como siempre y ocupada en oír de boca de Amparo el relato de los sucesos de la víspera. Asomada Carmela al tablero, disimulaba su talle encorvado ya por la habitual labor; pero no sus ojos ribeteados y cansados de fijarse en la blancura del hilo.

Pero ya que me enseña usted lo que ignoro, contésteme a una duda: ¿por qué tenemos nosotros en nuestras casas tantos papelotes llenos de garabatos, y por qué usamos esos escudos con sapos y culebras? El de mi casa tiene cuatro lagartos y un tablero de ajedrez con dos calderitos muy monos.