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Cierto día se difundió por la Fábrica siniestro rumor: Rita de la Riberilla, una operaria, había sido cogida con tabaco. ¡Con tabaco! ¡Jesús, si parecía una santa aquella mujer chiquita, flaca, con los ojos ribeteados de llorar, que solía atarse a la cara un pañuelo negro a causa, quizá, del dolor de muelas!

Tenía un comedor interior muy lóbrego donde se juntaban empleados de exiguas mesadas, con sus chaquets ribeteados de trencilla parda y los calzones en hilachas, ilustres mártires de la Administración, en la lamentable compañía de sus esposas y de sus criaturas la infancia fea por el tatuaje de la miseria , que palmoteaban gozosas ante los manteles vinosos y corcusidos, exclamando: ¡Qué gusto, hoy vamos a comer de fonda!

«Para decirle...». Otra pausa, motivada por un golpe de destilación. D. Carlos se limpió los ojos ribeteados de rojo, y se frotó la recortada barba, la cual no tenía más razón de ser que la pereza de afeitarse.

En la calle de los Castros estaba Carmela, la encajerita, descolorida como siempre y ocupada en oír de boca de Amparo el relato de los sucesos de la víspera. Asomada Carmela al tablero, disimulaba su talle encorvado ya por la habitual labor; pero no sus ojos ribeteados y cansados de fijarse en la blancura del hilo.

Vuelvo a mi peregrinación a través de las calles. Pasan labriegos con sus largas cabazas amarillentas, de cogulla a la espalda; luego, de tarde en tarde, una vieja, vestida de negro, arrugada, seca, pajiza, abre una puerta claveteada con amplios chatones enmohecidos, cruza el umbral, desaparece; una mendiga, con las sayas amarillentas sobre los hombros, exangüe la cara, ribeteados de rojo los ojuelos, se acerca y tiende su mano suplicante.

Por fin un portero sacó del zaguán de la Alhóndiga una mula cubierta de fúnebre gualdrapa con dos redondos agujeros ribeteados de blanco a la altura de los ojos. Se produjo un movimiento general. Tres alguaciles montaron en sus caballos.

Ella parecía también que se bastaba a si misma, comiendo y callando, dirigiendo sus ojos, ribeteados de encarnado, al que llevase la palabra, por encima de las gafas ahumadas. La sobrina tampoco reparaba en ella, y cuando alguna vez se veía obligada a alargarle algún objeto, lo hacía sin mirarle a la cara.

Todo esto lo he pensado rápidamente; al mismo tiempo que lo pensaba le ponía la mano en el hombro al señor grueso, y gritaba: ¡Sarrió! Y entonces el hombre gordo ha vuelto la cara, una cara con ojos pequeños y ribeteados de rojo, y he visto tristemente que no era Sarrió. ¿Dónde vivirá? ¿Dónde comerá? Vuelvo a pasar por casa de Botín; vuelvo a pasarme frente a la vitrina de Lhardy. ¡Y no lo veo!

El Izarra presenta también motivos de fantasía para las imaginaciones vagabundas; en ese alto acantilado, paredón gigantesco, pizarroso, con vetas blancas, las hornacinas se abren como esperando una imagen; los balcones, ribeteados por liquenes verdes, se alargan en lo alto. Podría asomarse allí una ondina o una hada.

Iriberri era un viejecito pequeño, imberbe, con el aire enfermizo, el pelo rubio y los ojos ribeteados. Después he sabido que Iriberri fué uno de los capitanes más audaces de su tiempo. Iriberri me aseguró que Juan de Aguirre había estado, como él, haciendo el comercio de negros y de chinos hasta que fué apresada su urca por un crucero inglés.