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Calla, mujer.... ¿Pues qué creías que la escritura no es lo primero?... Deja que yo coja una pluma en la mano y verás qué rasgueos de letras y qué perfiles finos para arriba y para abajo, como la firma de D. Francisco Penáguilas.... ¡Escribir!, a con esas... a los cuatro días verás qué cartas pongo.... Ya las oirás leer y verás qué concéitos los míos y qué modo aquel de echar retólicas que os dejen bobos a todos. ¡Córcholis!

Partían de los muelles escarchados y brumosos del Báltico; de los puertos ingleses negros de hulla, en cuyo ambiente grasoso flota un perfume de y tabaco con opio; de las costas de Francia oceánica, que oponen sus bancos vivos de mariscos y los pinares de sus landas a los asaltos del fiero golfo de Gascuña; de las bahías de España, copas de tranquilo azul, en las que trenzan sus aleteos las gaviotas asustadas por el chirrido de una grúa o el mugido de una sirena; de las escalas del Mediterráneo, adormecidas bajo el sol; ciudades blancas con la alba crudeza de la cal o la suavidad aristocrática del mármol; ciudades que huelen en sus embarcaderos a hortalizas marchitas y frutos sazonados, y envían hasta los buques, con el viento de tierra, la respiración nupcial del naranjo, el incienso del almendro, rasgueos briosos de guitarra ibérica, gozoso repiqueteo de tamboril provenzal, arpegios lánguidos de mandolina italiana.

Pero como yo he de comer, ¡criatura triste! nos iremos a casa del Montañés y allí desembucharás todas esas penillas que te ahogan, mientras yo hago por la vida. En el colmado del Montañés, al pasar frente al cuarto más grande del establecimiento, oyeron rasgueos de guitarra, palmas y gritos de mujeres.

Los perros del cortijo ladraron furiosamente al oír el galope, cada vez más cercano, acompañado de gritos, rasgueos de guitarra y canciones de prolongado lamento. Ahí viene el amo dijo Zarandilla. Nadie pué ser más que él. Y llamando al aperador, salieron los dos fuera del cortijo para ver llegar, a la luz de la luna, el ruidoso carruaje.

Y mientras ellas, que ya comenzaban á llamar la atención de los mozos de la huerta, asistían con pañuelos de seda nuevos, vistosos, y planchadas y ruidosas faldas á las fiestas de los pueblecillos, ó despertaban al amanecer para ir descalzas y en camisa á mirar por las rendijas del ventanillo quiénes eran los que cantaban les albaes ó las obsequiaban con rasgueos de guitarra, el pobre tío Barret, empeñado cada vez más en nivelar su presupuesto, sacaba, onza tras onza, todo el puñado de oro amasado ochavo sobre ochavo que le había dejado su padre, acallando así á don Salvador, viejo avaro que nunca tenía bastante, y no contento con exprimirle, hablaba de lo mal que estaban los tiempos, del escandaloso aumento de las contribuciones y de la necesidad de subir el precio del arrendamiento.