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Los perros del cortijo ladraron furiosamente al oír el galope, cada vez más cercano, acompañado de gritos, rasgueos de guitarra y canciones de prolongado lamento. Ahí viene el amo dijo Zarandilla. Nadie pué ser más que él. Y llamando al aperador, salieron los dos fuera del cortijo para ver llegar, a la luz de la luna, el ruidoso carruaje.

En poco más de tres horas alcanzaron el Sotillo, que dormía el sueño profundo y tranquilo del labriego. Ladraron los perros furiosos, pero al oír la voz del cochero se amansaron repentinamente. Elena subió a las habitaciones de su marido. Este al sentir el ruido del coche y los ladridos de los perros se había vestido apresuradamente.

Y Rafael se juraba a mismo que había de cambiar, para que no le mirase con sus ojazos de pena aquel ángel que le aguardaba en lo alto de una colina, cerca de Jerez, y corría cuesta abajo entre el ramaje de las cepas, al verle de lejos galopar por la polvorienta carretera. Una noche, los perros de Marchamalo ladraron desaforadamente.

Rafael permaneció inmóvil largo rato, alejándose al fin, cuando dejó de percibir en sus labios la impresión de la mano de María de la Luz. Transcurrió aún mucho tiempo antes de que los habitantes de Marchamalo diesen señales de vida. Los mastines ladraron dando saltos, cuando el capataz abrió la puerta de la casa de los lagares.

Su pequeño corazón se encogió de susto, y avergonzado volvió á ocultarse entre el follaje. La luz crecía por momentos. Á los trinos aflautados de los mirlos respondía el grito estridente de los gallos. En el establo mugieron las vacas. Allá lejos, entre la espesura de las pomaradas, ladraron los perros guardianes.

Los animales salieron gozosos en su compañía, pero viendo que Clara se quedaba vacilaron unos instantes, ladraron a Reynoso como recriminándole por ponerles en aquella disyuntiva y al fin se decidieron a volverse a la glorieta, echándose a los pies de su ama. Te lo digo con todas las veras de mi alma, Clarita; yo quisiera morir de un tiro de tu mano como han muerto esos patos.