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El doctor le regaló diez tarjetas postales ilustradas, y Pomerantzev se dedicó a la tarea de componer un catálogo de sus cuadros. Trabajó durante mucho tiempo en el dibujo de la cubierta. Comenzó por dibujar su propia persona, como propietario de los cuadros, y esto le gustó tanto que repitió el retrato en todas las páginas.

Dos médicos ingleses de un buque-hospital, canosos y con uniforme, despreciaban el almuerzo para pintar directamente en sus álbumes, con una torpeza escrupulosa y pueril, el mismo panorama que figuraba en las tarjetas postales ofrecidas á la puerta del restorán. Una botella ventruda, con faldellín de paja y cuello larguísimo, atrajo en la mesa las manos de Freya.

De vez en cuando se divertía consultándole sobre la suerte futura del vapor; quería saber si los submarinos le inspiraban miedo. No hay cuidado afirmaba Caragòl . Tenemos buenos protectores. El que se ponga ante nosotros está perdido. Y mostraba á su capitán las estampas y tarjetas postales clavadas en las paredes de la cocina. Recibió Ferragut una mañana la orden de partir.

Le han hecho firmar un sinnúmero de tarjetas postales con «pensamientos» filosóficos y galantes para ellas y para todas sus amigas coleccionistas; le han sacado retratos con autógrafo, y ahora, terminada la explotación, no se acuerdan de él. Es un sabio de malas ideas. El abate las acapara a todas.

Luego, cuando se cuenta con el apoyo de los ahorros, puede uno permitirse alguna locura... ¿No sufría ella igualmente por culpa del negocio, teniendo que hacer sus viajes a América siempre que las amigas de allá le escribían que la cosecha era buena y el dinero iba a circular en abundancia?... En todos los puertos llenaba tarjetas postales con frases de intenso amor aprendidas en las comedias.

Giraban los ventiladores, y sobre las negras filas de pechos femeninos mariposeaban los abanicos con incesante aleteo. Maltrana fijó su mirada entre las dos columnas de la plataforma, allí donde ordinariamente había una especie de mostrador encristalado lleno de tarjetas postales y «recuerdos de viaje» que vendía el mozo del salón encargado de la biblioteca.

La pobre señora me convidó y yo la convidé; luego volvió a obsequiarme, y yo, por no ser menos, le devolví el obsequio. Total, que en automóviles, refrescos, frutas del país y demás, se me fue el dinero. A lo último me quedaban diez pesetas, y me las gasté en sellos y postales, enviando recuerdos a los amigos y amigas de España. No me queda ni una mota. ¡Limpia por completo!

Nunca había reinado en el pueblo semejante fiebre epistolar, a juzgar por el número de contribuyentes que iban a pedir sellos y tarjetas postales. Sabe usted, hija mía, la vida es aquí muy barata decía con volubilidad la buena solterona; la manteca a una peseta la libra... ¿Las hojas de sellos?

Por la letra de los sobres y los timbres postales fué adivinando quiénes le escribían: una carta única de su mujer, compuesta de un solo pliego, á juzgar por su flexible delgadez; tres muy abultadas de Tòni, especie de dietarios, en los que iba relatando sus compras, sus cultivos, sus esperanzas de ver llegar al capitán; todo ello mezclado con abundantes noticias sobre la guerra y el malestar de las gentes.

También debía tener entre varias guías de viaje y numerosas postales con vistas, guardadas en un mueble antiguo de su caserón, un retrato de la doctora en música, vistiendo una toga de luengas mangas y un birrete cuadrado del que pendía una borla. De la vida que llevó después apenas se acordaba. Era un vacío de tedio cortado por congojas monetarias.