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Pero el astuto animal no estaba por dejarse cazar, y corrió a su vez como alma que lleva el diablo a sus talones. Jamás había visto el pequeño bosque de Parthenay, ni volverá a ver tampoco, una caza semejante. Un marqués, un agente de cambio, tres diplomáticos, un médico de aldea, un lacayo con gran librea y un notario sangrando en su pañuelo, lanzáronse a carrera abierta tras un miserable gato.

Es el arma predilecta de los militares dijo el marqués, o el arma de los burgueses que no quieren batirse. Pero, en fin, ¡vaya, si os empeñáis, por el sable! Los testigos de Ayvaz-Bey mostráronse conformes. Se trajeron dos sables del cuartel del muelle de Orsay, y quedaron citados para las diez de la mañana en la pequeña aldea de Parthenay, situada en el antiguo camino de Sceaux.

Si yo fuese padre de familia, preferiría confiar mis asuntos a un hombre prudente, y no a un héroe de aventuras dudosas, etc., etc. Pero la opinión del bello sexo, que es la que prevalece, habíase declarado en favor del héroe de Parthenay.

El notario fue de un salto a mirarse en el espejo. ¡Horror y maldición! como dicen en las novelas de la antigua escuela. Se vio tan desfigurado como el día que volvió de Parthenay.

Se pagan sus honorarios a M. Triquet; se abonan a los campesinos las indemnizaciones que exigen, y se emprende el regreso a Parthenay, bajo una lluvia torrencial. Antes de subir al carruaje, Ayvaz-Bey, mojado como un pato, y ya recuperada la calma por completo, vino a ofrecer su mano a M. L'Ambert.

Uno de los más asiduos y animados concurrentes era el agente de cambios, M. Steimbourg. La aventura de Parthenay habíale ligado a L'Ambert con lazos más estrechos. M. Steimbourg pertenecía a una buena familia de israelitas convertidos; su cargo valía dos millones y poseía una fortuna de medio millón, de suerte que ya se podía trabar amistad con él.

Un minuto después, presentose un hombrecillo enteco, con el sombrero en la mano, seguido de un lacayo de gran librea. Era M. Triquet, médico municipal de Parthenay. ¡Bien venido seáis, digno señor Triquet! Un ilustre notario de París precisa vuestros servicios con urgencia.

Un prado de fresas floridas se extiende, cual manto argentado, entre un prado de frambuesas y otro de grosellas. Por todas partes se huele el perfume penetrante de la acacia, tan agradable al olfato de los porteros. París adquiere a peso de oro la cosecha de Parthenay, y los bravos campesinos, a quienes veis caminar a paso lento, con una regadera en cada mano, son casi todos pequeños capitalistas.

El buen doctor de Parthenay nos ha citado los nombres de ciertos ilustres maestros que descuellan por la habilidad con que reparan con éxito las injurias que sufre el cuerpo humano.

Los cocheros pueden esperarnos aquí. Nos hemos olvidado de traer con nosotros un médico; pero el lacayo, que he dejado en Parthenay, tiene encargo de traernos el de la localidad. El cochero del turco era uno de esos merodeadores parisienses que circulan después de media noche bajo un número de contrabando. Ayvaz lo había tomado a la puerta de la señorita Tompain, y no lo había vuelto a dejar.