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Soldado reenganchado, uncido en sus mejores años al férreo yugo de la disciplina militar, se convenció de la ociosidad de la palabra y necesidad del silencio. Calló primero por obediencia, luego por fatalismo, después por costumbre.

Cuando llevaba navegadas setecientas leguas, comenzó a pensar con inquietud si el Asia estaría más lejos de lo que él creía, y fue entonces cuando Pinzón el mayor, el férreo Martín Alonso, con la testarudez de los hombres enérgicos, que esperan salir de un mal paso atropellándolo todo, le gritaba desde su carabela: «¡Adelante, adelante!».

Extendíase a sus pies un tercio del buque, toda la sección de proa, el hocico férreo que iba arando con tenacidad infatigable los campos oceánicos, verdes y luminosos de día, obscuros y abullonados de noche con una arista fosforescente en cada pliegue como el lomo de una sirena. Al mirar abajo, experimentaban la sensación del viajero que contempla a un pueblo desde la plataforma de una torre..

Ya había tenido ocasión de conocer a más de una de esas eslavas de alma misteriosa, de esas jóvenes que en la flor de la edad, tras de estudios más que severos, persiguen con férreo corazón un trágico ideal, y por él, para asegurar su triunfo, no solamente sabían desafiar y vencer toda clase de resistencias y obstáculos, sino también sacrificar la vida.

Se oía la voz del organillero pidiendo a gritos que «le echasen algo» de los balcones. Cuando callaba el piano venía de lejos un runruneo de guitarra con choque de castañuelas y férreo retintín de triángulo.

Sólo quedaba el pedrusco férreo, el terrón rojo, la tierra codiciada por el hombre, que parecía haber ardido con interna combustión. A trechos quedaban algunos jirones de suelo verdeante. Crecía la hierba allí donde se amontonaban las vagonetas volcadas, las plataformas carcomidas, delatando una explotación abandonada.

La ciudad era de color rosa, v sobre ella se erguían los campanarios de varias iglesias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas marcaban en el espacio las líneas de su cuerpo casi inmaterial, dejando ver el cielo a través del férreo tramaje.

Le acepto, respondió el padre; mas no sin condiciones. Yo no he de ser el instrumento de tu ruína, si tu ruína es inútil. ¿Y por qué inútil? Porque Clara, á mi ver, no desistirá ya de tomar el velo. ¿Cómo que no desistirá? Sobre Clara pesa el yugo férreo de su madre. Quitémosle ese yugo, y Clara volverá á vivir, y volverá á amar á su gallardo estudiante, y se casará con él, y será dichosa.

Una maniobra del Goethe lo dejó a un lado, y entonces apareció visible de proa a popa, con su casco férreo pintado de verde, agudo y veloz, y el velamen de sus cinco mástiles, amplio, enorme: un bosque de hojas de lona con nervios de acero, que recogía la menor brisa, vibrando y encabritándose bajo su soplo. Algunos pasajeros que bajaban del puente transmitían las noticias del telegrafista.

Emergían muchas torres sobre este caserío: unas, albas o rosadas, con caperuzas de tejas de colores; otras, de férreo y puntiagudo casquete, con paredes de cemento. Y sirviendo de fondo al panorama, la enorme y tranquila copa de la bahía, con su terso azul moteado de buques, orlada de blancos pueblecitos y encerrada entre montañas negras de perfiles casi humanos.