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Emergían muchas torres sobre este caserío: unas, albas o rosadas, con caperuzas de tejas de colores; otras, de férreo y puntiagudo casquete, con paredes de cemento. Y sirviendo de fondo al panorama, la enorme y tranquila copa de la bahía, con su terso azul moteado de buques, orlada de blancos pueblecitos y encerrada entre montañas negras de perfiles casi humanos.

Con esto no se hace mal a nadie... Vamos a almorzar. El buque había salido de la bahía. Deslizábase entre islotes de tupida vegetación y escollos que emergían sus negras cabezas con greñas verdes. Las montañas de forma humana parecían alejarse tierra adentro.

En unos lugares, estos muros tenían como cimiento visible las rocas que emergían como verdosas cabezas, lavadas incesantemente por las espumas; en otros, bajaban hasta perderse en la profundidad acuática, lo mismo que los diques de los puertos, cubriendo las antiguas oquedades del promontorio, las cuevas, las caletas en formación, todos los ángulos entrantes que habían sido rellenados con tierra vegetal.

El mar batió furioso, en ciertos días, la cadena de islas y peñascos que forma entre Ibiza y Formentera una muralla de rocas, aportillada por estrechos y freos. En estos pasadizos marítimos, las aguas, antes tranquilas, de un azul profundo que refleja los fondos de arena, arremolinábanse lívidas, chocando contra las costas y las rocas sueltas, que desaparecían y emergían en la espuma.

Una vez tan sólo coceó con las piernas traseras, pero fue por la fuerza de la costumbre; otra vez se espantó, pero fue por una maldita vieja que se interpuso en el camino con un monumental cesto en la cabeza. Fosos, montones de grava, trozos que emergían sembrados de fresca hierba, volaron bajo sus piernas que parecían infundidas de extraño vigor.

Sobre las cabezas del gentío emergían a caballo los picadores y los alguaciles con sus trajes del siglo XVII. A un lado del corral alzábanse edificios de ladrillo de un solo piso, con parras sobre las puertas y tiestos de flores en las ventanas: un pequeño pueblo de oficinas, talleres, caballerizas y casas en las que vivían los mozos de cuadra, los carpinteros y demás servidores del circo.

De la blancura incierta de algunas camisas, rígidas y acartonadas por el líquido seco, emergían ubres como harapos, adaptando su arrugada flacidez a las bocas lloronas de los pequeños. Otras madres, con el hijo en las rodillas, desenvolvían tranquilamente sus fajas y pañales, dando a la luz los olvidos hediondos de la inconsciencia infantil.

Muchos caerían aún en las últimas convulsiones de la batalla que continuaba á sus espaldas, agitando con un trueno incesante la línea del horizonte... Vió pantalones de grana que emergían de los rastrojos, suelas claveteadas que brillaban en posición vertical junto al camino, cabezas lívidas, cuerpos amputados, vientres abiertos que dejaban escapar hígados enormes y azules, troncos separados, piernas sueltas.

Como los jardines estaban á muchos metros sobre el Mediterráneo, la línea del horizonte era tan alta que obligaba á levantar los ojos. Los pinos formaban ligeras y negras columnatas, entra cuyos troncos subía el cortinaje obscuro del mar. Sólo sus rumorosas copas de agujas emergían en el azul diáfano del cielo.

Del arenoso fondo se desprendía un escudo convexo, que, al flotar, mostraba su cara inferior plana y amarillenta. Las cuatro patas rugosas de la tortuga y su cabeza de serpiente emergían de esta coraza de carey. Los caballitos de mar, esbeltos y graciosos como piezas de ajedrez, subían y bajaban en el ambiente azulado, contrayendo sus colas, retorciéndose como un signo de interrogación.