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Y el Dotor pisaba la orilla seca, desnudo y serenamente impúdico como un dios, dando la mano á los hombres, mientras chillaban las mujeres llevándose el delantal á un solo ojo, espantadas y admiradas á la vez de su monstruosidad colgante que esparcía á cada paso una rociada de gotas.

Arreglarlo, señor dotor: que ese sinvergüenza sufra castigo. ¿Va á ser él de mejor pasta que otros? Al juzgado iré con él. Pero pides demasiado, hijo mío. Ya recuerdo lo que exijes. Veinte duros: ¡pero si el pobre enfermero es un muchacho que apenas gana eso en el hospital!... ¡Si es más pobre que !... Bueno dijo el gigantón con aspecto indeciso, rascándose la cabeza por debajo de la boina.

Y una voz bronca, debilitada por el dolor, como si viniese de lo más profundo de los pulmones, gemía entre suspiros, con un acento que recordaba a Carmen su tierra: ¡Virgen de la Soleá!... Creo que me he roto argo. Mire bien, dotor... ¡Ay, mis hijos! Carmen se estremeció de espanto. Elevaba sus ojos a la Virgen, extraviados por el miedo.

Esta música hacía surgir en medio de los cielos brumosos las colinas de Sorrento, cubiertas de naranjos y limoneros, las costas de Sicilia, perfumadas por una flora ardorosa. Ferragut tripuló el buque con gente amiga. Su segundo fué un piloto que había empezado su carrera en las barcas de pesca. Era del mismo pueblo de los abuelos de Ulises, y se acordaba del Dotor con respeto y admiración.

Pus que sean quince... ó que sean doce, ya que usted se empeña. Pero de ahí no bajo nada. No me conformo con menos de doce ó daré el escándalo. En usted confío, dotor. Ya le quisiera yo ver con una perra como la mía: sabría lo que es bueno. ¿Qué he de hacer? ¿Ir á presidio y que se mueran de hambre mis pequeños? ¡Que paguen, que paguen, ya que quieren hacer el guapo!

Los mocetones, al ensayar el vigor de sus puños pulseando con los tripulantes de los buques ingleses que venían á cargar pasas, evocaban el nombre del médico como un consuelo en caso de derrota. ¡Si estuviese aquí el Dotor!... Media docena de ingleses son pocos para él. No había empresa poderosa, por disparatada que fuese, de que no le creyeran capaz.

Muchos llegaban á distinguir el burbujeo de la espuma en torno de su busto, que avanzaba como una proa, y las vigorosas palas de sus brazos... ¡ que era el Dotor! Se prestaban unos á otros los viejos catalejos para reconocer sus barbas hundidas en el agua, su rostro contraído por el esfuerzo ó dilatado por los bufidos.

Para las mujeres era un ahogado, un cadáver que la hinchazón hacía flotar lo mismo que un odre, luego de haber permanecido muchos días entre dos aguas... De pronto surgía una suposición que dejaba perplejos á todos. «¡Si será el DotorLargo silencio... El pedazo de madera tomaba la forma de una cabeza; el cadáver se movía.

¡Dotor... dotor! gimió el banderillero, suplicando por saber la verdad. Y el doctor Ruiz, tras largo silencio, volvió a mover la cabeza. ¡Se acabó, Sebastián!... Puedes buscarte otro matador.

Señor dotor... Usted, sólo usted... Se lo pido por lo que quiera más en el mundo... He bajado de Labarga para eso. Usted sabe más que todos juntos. La gente dice que usted hace milagros... Y apoderándose de una mano del doctor, se la besó repetidas veces sin saber qué decir, como si estas muestras de veneración fuesen todo su lenguaje y con él quisiera convencer al médico.