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Henos en la pequeña población de Nare, punto final de los compañeros de viaje que se dirigen hacia Medellín, la capital del Estado de Antioquía. Allí nos despedimos al caer la tarde, después de haberlos depositado en un sitio llamado Bodegas, para llegar al cual hemos tenido que remontar por algunas cuadras el pintoresco río Nare, afluente del Magdalena.

Yo decía con unos empujoncillos de risa: ¡Gentil bergantón! ¡Hideputa pícaro! Y por de dentro considere el pío lector lo que sentiría mi gallofería. Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. Tratamos de venirnos al lugar. Yo y los otros dos nos despedimos y don Diego se entró con ellas en el coche.

Su visita fue breve, y nos despedimos muy afablemente, quedando yo muy complacido de aquel hallazgo en Tablanca, más por lo que se leía en la cara y en el aire del mediquillo, que por las ponderaciones que de sus prendas hizo mi tío al presentármelo. Bajamos juntos hasta el portal, echando él enseguida por la cambera del pueblo y yo por otra diametralmente opuesta, hacia la montaña.

Son ya las dos de la madrugada. Mañana continuaremos, si a usted no le hastía seguir escuchando. Lo que lamento es que no sean ahora mismo las diez de la noche del día de mañana. Nos despedimos, con un apretón de manos.

A la noche siguiente nos despedimos del vigoroso monje capuchino en la plataforma de la estación de Lucca, y subimos al tren, en el cual debíamos recorrer la primera parte de nuestro viaje de vuelta a Inglaterra.

Por eso advertí lo que ocurría. Al poco rato, tu padre, sin saber que Leocadia se resistía a que yo la llevara lo que faltaba de Nuestra Señora, me dijo delante de tu hermana que no tenía trabajo, y ella se marchó del comedor en seguida. Cuando nos despedimos en el pasillo la pregunté a qué obedecía aquello y respondió con evasivas.

Retireme temprano, que no les sientan bien a mis canas ver entrar a Febo en los bailes; acompañome mi sobrino, que iba a otra concurrencia. Bajé del coche, y nos despedimos. Pareciome no encontrar en su voz aquel mismo calor afectuoso, aquel interés con que por la mañana me dirigía la palabra.

Hemos comido en el restaurant de Santa Teresa, en donde despedimos al cochero; luego hemos paseado por el jardin del palacio Real, nos sentamos durante hora y media, haciendo tertulia al venerable Lesperut, y volvemos á casa despues de las once. ¿Qué hará Luisa? dijo mi compañera, al entrar en la calle de Buenavista. Acordarse del estudiante de Estrasburgo, contesté yo.

Cuando concluyó la oración del alba, la reunión se disolvió, nos despedimos del digno alcalde y de los futuros esposos, quienes se quedaron con él a concluir la velada, así como otros muchos vecinos; y nos fuimos a descansar, andando apresuradamente, porque a esa hora, como era regular en aquellas alturas, durante el invierno, la nieve comenzaba a caer con fuerza, y sus copos doblegaban ya las ramas de los árboles, cubrían los techos pajizos de las cabañas y alfombraban el suelo por todas partes.

Además, tenía deseos de que habláramos algo. Ya ve usted, después de lo sucedido, ¿qué cosa más natural? Y ese poco que habláramos, no había de ser a gritos delante de la gente, ¿verdad, Leto?... Pues cuénteme usted ahora todo lo que le ha pasado desde que nos despedimos en el yacht.