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Inteligencia en que no haya fe, sea aniquilada: es como aquel árbol oriental de sombra dañina que, aun hecho leña y consumido por las llamas, envenena el ambiente con las cenizas aventadas. Con lo cual venimos nada menos que a justificar el Santo Oficio. ¡No vas descaminado! exclamó Tirso trémula la voz.

Una sola consideración la inclinaba a creerla fundada: en lo que Tirso la había dicho, formaban un conjunto tan homogéneo las maldades, estaban tan enlazadas unas con otras las infamias, era todo tan verosímil dentro de lo malvado, que parecía imposible suponerlo invención calumniosa: no había, no podía haber imaginación tan dañina que lo fraguase y dispusiera con aquel ensañamiento.

Cualquiera que despertara súbitamente a la razón y se encontrase en el departamento de pobres, entre turba lastimosa de seres que sólo tienen de humano la figura, y se viera en un corral más propio para gallinas que para enfermos, volvería seguramente a caer en demencia, con la monomanía de ser bestia dañina. ¡En aquellos locales primitivos, apenas tocados aún por la administración reformista, en el largo pasillo, formado por larga fila de jaulas, en el patio de tierra, donde se revuelcan los imbéciles y hacen piruetas los exaltados, allí, allí es donde se ve todo el horror de esa sección espantosa de la Beneficencia, en que se reúnen la caridad cristiana y la defensa social, estableciendo una lúgubre fortaleza llamada manicomio, que juntamente es hospital y presidio! ¡Allí es donde el sano siente que su sangre se hiela y que su espíritu se anonada, viendo aquella parte de la humanidad aprisionada por enferma, observando cómo los locos refinan su locura con el mutuo ejemplo, cómo perfeccionan sus manías, cómo se adiestran en aquel arte horroroso de hacer lo contrario de lo que el buen sentido nos ordena!

El autor del milagro, porque de tal, a su juicio, podía calificarse, era un hombre de más de treinta años, arrogante figura, finísimo, muy listo y en extremo simpático, para quien ignorase que tan halagüeñas y brillantes apariencias, escondían una inteligencia dañina casi por instinto y un corazón que se asimilaba el mal, como cuerpo poroso que absorbe la humedad.

Antes, todo cuidado les parecía poco para él: ayer se quejó de que el café, por ser barato, era malo, y mi madre, con una calma espantosa, le respondió que peor estaría el cáliz de la amargura; y no lo dijo con intención dañina, sino porque oye a Tirso majaderías por el estilo.

Tendió la vista por la sala y pudo contemplar, desde luego, el Madrid heterogéneo de siempre, en que la virtud y el vicio se mezclan en amigable consorcio, representando la historia eterna de la manzana podrida que comunica a las sanas su podredumbre y sus gusanos, sin tomar de ellas ni el sabor exquisito, ni la fragancia saludable; la indecorosa y dañina mescolanza de grandes nombres y grandes vergüenzas, honras sin tacha y reputaciones escandalosas, revestidas todas con el mismo brillante barniz de formas elegantísimas, barajadas y confundidas por el mismo apetito ciego de placeres, por los mismos impulsos necios de vanidad, por el mismo afán irresistible de sacudir el ocio, de distraer el tedio, espantosa y continua tentación de los grandes y de los ricos, que les arrastra a todas sus extravagancias y les lleva a todos sus extravíos.

Los demonios jamás son tan benignos y apacibles con una criatura. Ser, por consiguiente, de menos perversa y dañina condición, que los ángeles precitos, es quien tiene trato y coloquios con mi señora doña Eulalia. Ergo, no es demonio, sino duende quien la visita y habla con ella.